La alternancia y el cambio/Enrique Lacolla

La derrota de las experiencias nacional populares en América latina, luego de 10 años de desarrollo, y el creciente flujo de la reacción liberal y antinacional en la región acechan la realidad ecuatoriana. El ballotage pone en duda la continuidad del partido de Rafael Correa, Alianza País, en el Palacio de Carondelet. El arribo de las viejas políticas neoliberales disimuladas en nuevas expresiones políticas marketineras, promulgadas por el poder mediático, es posible por la condición de semicolonias de nuestros países débiles. Situación impensada en las naciones desarrolladas donde el interés nacional prima sobre cualquier otra cosa. Condición sin la cual el desarrollo sostenido es impensable.

Lasso-Moreno
Guillermo Lasso y Lenin Moreno

En las elecciones ecuatorianas el candidato de Alianza País, el movimiento de izquierda que ha conducido los destinos de Ecuador desde hace una década, no alcanzó, por un mínimo margen, el 40 por ciento de los sufragios, que en este caso le hubieran bastado para hacerlo llegar al sillón presidencial que hoy ocupa Rafael Correa sin apelar a una segunda vuelta. La perspectiva del balotaje arroja dudas acerca de si Lenín Moreno podrá derrotar en él al partido del neoliberal de Pedro Lasso, un banquero y empresario que apadrina a un movimiento llamado CREO (Creando Oportunidades) En efecto, Cynthia Viteri, la tercer posicionada en los comicios con un 16 por ciento de los votos, anunció que su Partido Social Cristiano cerrará filas frente al gobierno “totalitario” actualmente en el poder y respaldará a Lasso.

CREO, como CAMBIEMOS en Argentina, es el resumen perfecto de la inanidad conceptual de la tendencia a la que representa. CREO es un invento publicitario, un artefacto para vehiculizar, a través de una lema banal e inconsistente, la desazón de los sectores sociales, preferentemente de clase media, que no tienen una idea clara de lo que quieren y la expresan a través de una difusa y superficial indignación hacia fenómenos que los molestan, como por ejemplo la emergencia de grupos sociales sumergidos o las facetas caracterológicas del dirigente que ejerce el poder y que pueden suscitar su antipatía. Más allá de las insuficiencias que se puedan detectar en su gestión. Y más allá, también, de los beneficios que el gobierno que ahora abominan pueda haberles reportado.

El problema es que esta irritación, fruto del capricho, la ignorancia, la estupidez o el aburrimiento, es explotada por sectores de poder que tienen muy claro adónde se dirigen. El establishment oligárquico, las transnacionales, el mundo financiero enchufado a la timba internacional de la globalización, y el aplastante aparato mediático que estas fuerzas se fabrican a través de su cuantiosa disponibilidad de dinero, se enfocan en captar a una parte de la opinión pública que no siempre comparte sus intereses y que más bien es víctima de ellos, para recuperar la posición de poder que han ejercido tradicionalmente y de la cual han sido parcialmente desalojadas por el movimiento popular. Luego el negocio consiste en tratar de volver las cosas a fojas cero. Antes este proceso sólo podía verificarse a través de los golpes militares, pero hoy la novedad consiste en que parece haberse hecho posible a partir del lavado de cerebro practicado desde los medios masivos de comunicación, la mayor parte de los cuales viene ejerciendo esa función, con la complicidad culpable del público y de gobiernos de distinto signo, desde hace décadas.

El sistema parece haber encontrado, finalmente, la panacea que le permitiría prescindir (hasta cierto punto) de los golpes de fuerza, cuyo carácter siempre es un poco impredecible pues hay que operarlos desde el seno de unas fuerzas armadas que pueden deparar sorpresas, como Malvinas; o, lo que es mucho peor, la reedición de mandatos “populistas” como los de Chávez, Perón o Velasco Alvarado, para hacer unos nombres.

La elección ecuatoriana, pues, parece que va a prolongar el interregno reaccionario que ha copado a Suramérica tras más de una década de gobiernos populares orientados en un sentido nacional y progresista. No creo que haya que rasgarse las vestiduras por este hecho; los golpes más graves ya estaban dados: provinieron de la elección argentina y del golpe institucional que fraguó la destitución de Dilma Rousseff en Brasil. Pero no hay duda de que es un empujón más en la dirección equivocada y que abre perspectivas ominosas -de–concretarse una victoria de Lasso en la segunda vuelta- respecto a Bolivia y Venezuela.

Una andadura tambaleante

Pero el tema no concluye aquí. La reacción avanza, pero pisa un suelo minado. La situación brasileña es cada vez más complicada; no parece que se pueda bloquear (como no sea por el encarcelamiento o el asesinato) el triunfo de Lula da Silva en las próximas elecciones y su regreso al gobierno; y, en Argentina, en 14 meses de gestión, el gobierno de Mauricio Macri ha generado tal cúmulo de resentimientos que sólo el blindaje mediático y, sobre todo, la caótica condición de la oposición, evita que se transforme en un temporal político de dimensiones fenomenales.

Al contrario de lo que suele decirse por ahí, Macri no se ha equivocado; en realidad está cumpliendo con las metas que el establishment al que pertenece le había prefijado. Pero –tal vez por su propia insustancialidad personal y por el complejo de superioridad que arrastra por haber nacido en cuna de oro- ha procedido y sigue procediendo con una torpeza que ofende. Preside un gobierno de CEOS que desde luego tiene por objetivo las metas que le fijan los organismos mundiales de crédito: reducir la Argentina al nivel de un país exportador de productos agrícola-ganaderos y materia prima sin elaborar, con una masa de desempleados que funja de ejército de reserva para el trabajo. Pero incluso este programa parece resultar insuficiente para el presidente y los que se supone deberían ser sus consejeros más próximos: escándalos como el del Correo Argentino, por el cual el mismo presidente condonaba a su familia (es decir, a él mismo) una deuda de miles de millones de pesos; y la entrega de rutas de vuelo en todo el país a la línea aérea colombiana Avianca, que se estima es –más allá de los tecnicismos y veladuras jurídicas- propiedad de los Macri, representan una ofensa no solo a la moral sino también al sentido común de los argentinos. La operatoria que entregaría a Avianca la posibilidad de disputar las rutas de cabotaje con Aerolíneas Argentinas en base a la política desleal de las compañías “low cost”, configuraría una agresión contra Aerolíneas Argentinas, nuestra empresa de bandera, previa a su posible vaciamiento. Viabilizar semejante operatoria representaría un acto de traición a la patria.

Una comprobación desagradable

No es grato señalar esto; uno preferiría lidiar con hipótesis macrisss_gque, aunque pusiesen sobre el tapete graves contradicciones de intereses, no afectasen al núcleo de confianza que debe existir en el seno de un pueblo; es decir, a esa convicción de que, por encima de los conflictos de clase y de las diferencias ideológicas y partidarias, hay una certidumbre básica en la que comulgamos todos: el sentido de que el interés nacional prima por sobre cualquier otra cosa. Pero este rasgo, característico en las naciones desarrolladas, no está presente en las semicolonias. En estas últimas la clase dirigente existe no en función de la sociedad a la que rige sino en relación a la conexión que existe entre ese estrato de la “burguesía compradora” y el poder externo que se vale de ella para recabar beneficios, parte de los cuales es succionada por ese régimen intermediario que es, en última instancia y a todos los efectos, parte del sistema global. El sistema oligárquico funcionó en el país con cierto grado de legitimidad mientras permitió que este evolucionara como una semicolonia privilegiada, pero cuando esa condición acabó con la crisis mundial de los años 30, el mantenimiento del estatus quo se demostró inviable para asegurar el desarrollo y hubo de mantenerse, una y otra vez, a fuerza de golpes de estado. Este es el secreto de la mecánica de la historia argentina durante más de ochenta años. En la lucha por modificar esta situación, de parte del movimiento popular, y en la obstinación del “régimen profundo” por mantenerla, se han consumido generaciones enteras de argentinos.

La fatiga generada por este proceso interminable ha terminado por favorecer la inanidad mental que fomentan los medios monopólicos de la comunicación. “El Gran Hermano” de Orwell, que prescribía el discurso único articulado en un no-lenguaje que trastrocaba el sentido de las cosas y era vigilado por una policía omnipresente, es reemplazado por “el gran hermano” al estilo Tinelli, que sustituye las ideas y los conceptos por los balbuceos inarticulados de un montón de descerebrados. En un clima de idiotez inducida, de cansancio histórico y de apatía, se hace posible el triunfo provisoriamente incruento de la reacción. En este escenario la palabra “cambio” o la propuesta de “crear oportunidades” vienen así a significar exactamente lo contrario de lo que pregonan.

No se puede, en este contexto, hablar de cambio o alternancia. Ambos vocablos, si se los entiende abstractamente, han perdido su sentido. ¿Cómo podemos hablar de “alternancia democrática” si uno de los polos de la cuestión está jugado en un sentido inequívocamente antinacional? ¿Se puede negociar con él o se debe luchar contra él en un clima de permanente guerra civil?
Algunos, en otros tiempos, practicaron el camino de la violencia armada para superar la contradicción o el impasse. El saldo que dejó la intentona fue catastrófico. Las lecciones del pasado desaconsejan pues esa vía, que por otra parte fue entonces, y es hoy, rechazada por la inmensa mayoría de la población. Es obvio entonces que, para dirimir antagonismos tan irreconciliables como los que nos conciernen, se ha de elegir siempre que sea posible la opción civilizada, es decir, el debate de las ideas y la lucha política. Incluso porque la relación de fuerzas mundial no da para otra cosa. Y porque de momento se dispone de los atributos legales para intentarlo. Ha costado llegar a este estadio de, digamos, racionalidad elemental entre los argentinos, pero aquí estamos y no se debe bajar del escalón.

Para tener éxito en este camino, sin embargo, se hacen necesarias al menos un par de cosas. La primera es contar con un cierto grado de generosidad y un sentido de la dignidad nacional y de la necesidad de sostener la premisa de la Argentina como nación soberana y como espacio para una construcción social solidaria, de parte de quienes quieren asumir la lucha por la recuperación. La segunda es que al menos los actores que representan al bando nacional y popular tengan un cierto grado de comprensión de las coordenadas estratégicas que están en juego. Esto es, de la significación del discurso comunicacional, de la estructura productiva del país y de su inserción regional y global.

Lo que se debate es la posibilidad de sostener esta hipótesis, defenderla e imponerla, o regalarla al arbitrio de quienes no se interesan en lo más mínimo por la soberanía. Para lograr que la primera opción se convierta en operante es preciso un cierto grado de desprendimiento. Los que por elección ideológica o por su condición objetiva de productores y trabajadores se encuentran en ese bando: los dirigentes de las Pymes, la ex presidenta y sus seguidores, los exponentes del peronismo clásico que imputan a Cristina –con cierta razón- la responsabilidad por la derrota de 2015; la CGT y los otros sectores gremiales, los legisladores de izquierda y los escasos medios de comunicación que no responden al discurso único, son objetivamente parte de un mismo frente. Podrá este presentar protuberancias y deformidades, pero mal que bien es un segmento social imponente, que tiene intereses coincidentes o parecidos. Todos ellos deberían comprender que el tiempo apremia, que no se puede dejar que el sistema siga operando a sus anchas, que hay que interponerle obstáculos para que la Argentina no llegue a 2019 como una tierra baldía.

Y si decimos Argentina decimos Brasil, decimos Ecuador, decimos Bolivia y todos los demás. Decimos Iberoamérica. Hoy, cuando el mundo se cierra, deberíamos abrirnos a nosotros mismos y recomenzar el largo camino de la integración. ¿Utopía? No, si se la mide con la perspectiva de la historia.

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