Enrique Lacolla comparte sus reflexiones sobre el auge y la caída de la URSS a 100 años de la sublevación que acabó con la Rusia zarista. La Revolución de Octubre, tan trágica, como sombría y heroica. Desde el triunfo bolchevique motorizado por Lenin y Trotsky (teóricos marxistas que llevaban la tesis 11 sobre Feuerbach como principal elemento), pasando por el autoritarismo de Stalin y la posterior debacle en manos de Mijáil Gorbachov tras no poder resolver problemas estructurales, hasta el legado de la revolución en el mundo.
Se cumple un siglo del comienzo de la revolución bolchevique, la conmoción social más importante producida durante el siglo XX, cuyos ecos perduran hasta hoy. Señal de que su tarea todavía está inconclusa.
Hoy se cumple el centenario de la revolución de Octubre. Como es sabido, el calendario gregoriano entró a regir en Rusia a partir de enero de 1918, de modo que si bien la toma del poder por los bolcheviques tuvo lugar el 7 de noviembre de 1917, pasó a la historia según la fecha que le correspondía dentro del calendario juliano: esto es, el 25 de octubre.
Junto a la revolución china, la experiencia revolucionaria lanzada por Lenin y Trotski en el momento más oscuro de la primera guerra mundial fue el intento más poderoso y a fondo que se haya verificado nunca para abolir el capitalismo. Los comentaristas de la reacción se llenan la boca, hoy, con calificativos que la abominan. Esto no es nuevo pues desde su comienzo la revolución rusa convocó todos los odios, señal de que se proponía algo tan serio -y seguramente utópico- como transformar el planeta con arreglo a una ideología racional; es decir, con arreglo a una fórmula en la que solo con esfuerzo se pueden conciliar sus términos. Más novedoso resulta en cambio que esa argumentación denigratoria encuentre hoy su justificación en el fracaso de la experiencia rusa, fracaso puesto de manifiesto con la implosión de la URSS. Ese derrumbe abrió las compuertas a una catarata de evaluaciones irónicas, horrorizadas, escandalizadas y parciales en las cuales la medición con doble rasero es esencial para medir a la baja todo lo actuado en el período de 71 años que duró el régimen soviético. La unanimidad de la trompetería imperialista ha llevado a que quienes de alguna manera entienden necesario revisar el pasado conservando un criterio ecuánime y ajustado a la comprensión del desarrollo en las circunstancias cambiantes de la historia, sean estigmatizados con el calificativo de reaccionarios. Es decir, de nostálgicos de un pasado que habría sido unívocamente catastrófico. Cosa rara, los adalides de esta postura cifran su actitud en un tácito mensaje de retorno al darwinismo socioeconómico de los siglos XVIII y XIX. Es decir a los tiempos feroces del comienzo de la revolución industrial y el posterior auge de la burguesía.
El ascenso burgués y la plena expansión del capitalismo sin duda revolucionaron al mundo, insertándolo, a pesar de los horrores, atropellos e injusticias que acarrearon consigo, en los carriles de un progreso material aparentemente indetenible. Pero en octubre de 1917 las tendencias intrínsecamente destructivas del capitalismo ya habían opacado la faceta constructiva de este. El formidable crecimiento de un siglo y medio de duración había generado unas contradicciones inter imperialistas que habían desembocado en una guerra de una magnitud y una ferocidad inéditas, que preludiaban la capacidad que hoy tiene la humanidad para suicidarse como especie. Rusia, la más gigantesca, pero también la más atrasada de las grandes potencias, había visto naufragar a sus ejércitos en una contienda que excedía sus fuerzas y en la cual había pagado un horroroso precio en vidas humanas al ponerse al servicio de una coalición antigermánica con la que tenía una relación de cuasi dependencia en materia industrial y financiera. En octubre del 17 el proceso iniciado con la revolución antimonárquica de febrero de ese mismo año se coronó con la demolición de los vestigios del viejo régimen, barriendo a su vacilante y efímera posteridad burguesa y expulsando del gobierno a los partidos reformistas y conciliadores, partidarios de continuar la guerra junto a los aliados occidentales. Los bolcheviques tomaron el gobierno. La etapa del “doble poder” de febrero a octubre entre los sóviets y el gobierno había terminado. Rusia se lanzaba a una aventura redentora.
El salto mortal
Los bolcheviques llegaron al poder virtualmente inermes, casi en soledad, en un país y un mundo erizados de enemigos. Salvo por la posesión de una herramienta ideológica bien templada y una esperanza que creían factible, no disponían de nada en el seno de un mundo hostil. Parecía que se asomaban a un desastre inminente. Esa posibilidad no escapaba a los dirigentes del movimiento, pero estaban sostenidos en su apuesta por dos factores: primero, la creencia en que la revolución proletaria había de expandirse inexorablemente al resto de Europa, en especial a Alemania; y, segundo, que estaban convencidos de que su audacia no iba a ser perdonada por las potencias imperialistas del bando que fueran, que les reservarían la misma suerte que a los insurrectos de la Comuna de París en 1871. Por lo tanto se aferraron al poder con implacable energía. Encaramados al gobierno de una nación en disolución y con grandes masas campesinas analfabetas, poseían un activo al que supieron usar con genio: el proletariado de los grandes centros industriales, una ínfima proporción de la población total del ex imperio zarista, pero activa, militante y disciplinada bajo el mando de un partido, el bolchevique, organizado de acuerdo un criterio casi militar. El instinto de Lenin para discernir las realidades y el genio organizativo de Trotski al fundar el ejército rojo, hicieron posible por un lado una reforma agraria que soliviantó al campesinado poniéndolo al lado del gobierno comunista, y por otro forjar un arma que se reveló capaz de ganar la guerra civil contra el bando “blanco”, resistiendo también una intervención que llegó a reunir a 13 naciones extranjeras.
Los millones de muertos que costó la contienda civil y que vinieron a sumarse a los producidos por la guerra mundial, más la destrucción total de la economía rusa y el fracaso de la exportación de la revolución al mundo exterior, obligaron a postergar para un indefinido futuro la implantación de la nueva sociedad socialista, mientras se hacía evidente que no quedaba más remedio que arreglarse con lo que había. El “desarrollo combinado” y la “revolución permanente” (pasar de una etapa precapitalista al socialismo saltándose la etapa capitalista y preocupándose por fomentar la revolución más allá de las fronteras) se convirtieron en categorías del bagaje teórico del bolchevismo en torno a las cuales se libraron batallas ideológicas que en poco tiempo se tornaron cruentas porque en ellas se dirimía también la cuestión del poder. Stalin inventó la fórmula del “socialismo en un solo país”, acertó que era una contradicción en los términos, pero que resultaba eficaz para suministrar una esperanza activa y justificar los enormes sacrificios que serían necesarios para llevar adelante la revolución en soledad.
La lucha por la sucesión de Lenin terminó con el triunfo de Stalin y el abandono del poder colegiado, en el cual Lenin era tan solo un “primus inter pares”, y su reemplazo por el de un equipo organizado en torno al jefe, al “vozhd”, quien dio comienzo a nueva etapa de la revolución, fundada en la industrialización forzada y la “acumulación socialista primitiva” lograda a partir de los recursos obtenidos de la colectivización agrícola y el trabajo esclavo. Esto acarreó unas tensiones sociales y políticas que extinguieron mucho del fermento intelectual y artístico de la primera década revolucionaria y que habían conmovido incluso a occidente. El constructivismo, el suprematismo, el futurismo, las películas de Eisenstein, Pudovkin y Vértov, la música de Prokofiev y Shostakovich, habían indagado profundamente en el arte y producido obras de ruptura que ejercieron una influencia universal fueron, durante un período breve pero intenso, expresivos de ese momento. El régimen “termidoriano” que sucedió a la derrota de la oposición de izquierda dentro del partido, y luego el crudo totalitarismo de los años 30, apagaron ese hervor. Mucho peor: los expedientes puramente administrativos del régimen culminaron con la hambruna campesina, con las purgas y los “juicios de brujas” de Moscú, en los cuales Stalin exterminó a la vieja guardia del partido. Este terrible proceso, en el cual perecieron millones de personas, engranó poco después con la agresión de la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial, en un catálogo de pruebas, sacrificios y horrores sin parangón, tras los cuales, en embargo, el régimen soviético, victorioso de su enemigo gracias solo a la feroz intransigencia con que había construido su poder en el período de entreguerras, se convirtió en una de las puntas de un mundo bipolar en cuyo otro extremo se encontraba Estados Unidos.
Disparidad
No era esta, sin embargo, una contraposición pareja. Estados Unidos había salido henchido de la contienda, había potenciado de forma sideral su poderío industrial y militar, había quedado intocado en su propio suelo y había sufrido una tasa de bajas mínima si se la mide en relación a la de otros grandes participantes en la contienda. La Unión Soviética, en cambio, había sido devastada sistemáticamente hasta allí donde alcanzó la ocupación alemana, y lloraba la muerte de no menos 20 millones de sus habitantes. Sin embargo el enfrentamiento con el occidente capitalista era real y sólo el hecho de la calamitosa situación social del viejo continente después de la guerra y la renuencia de sus pueblos a embarcarse en otro conflicto, impedía a los angloamericanos reeditar una aventura bélica en gran escala contra el aliado de apenas ayer. Esto permitió evitar que ese comienzo de la guerra fría se transformase en caliente. Contra la propaganda que afirma que la URSS era el factor agresivo en ese diferendo, la realidad indica que, sangrada a blanco y devastada, no aspiraba sino a protegerse, lamiéndose las heridas y restaurando fuerzas detrás de la “cortina de hierro”.
Pero para eso había de gobernar a una serie de pueblos que habían de formar el glacis protector tras el cual la URSS se recuperaría y reconstruiría su poderío. Al revés de lo que ocurría en Europa occidental, donde el plan Marshall y la plétora económica de Estados Unidos ayudaban a la reconstrucción en un clima de libertad y cierta benevolencia, ni la situación económica ni los reflejos condicionados del régimen estalinista eran aptos para guiar una transformación en el mismo sentido. En vez de una asociación libre se impuso una suerte de protectorado autoritario. Se expolió y se controló primero, y luego se procedió a reformas sociales de gran calado, pero ni los polacos, checoslovacos, húngaros, rumanos, búlgaros o alemanes orientales fueron ganados en su corazón. La muerte de Stalin trajo cierto alivio a la opresión ambiente, pero fue acompañada con revueltas sociales que al menos en un caso, el de la rebelión húngara en 1956, forzó al ejército rojo a reprimirla de manera impiadosa, cosa que ahondó la huella del resentimiento en esos pueblos e instaló una desconfianza perdurable respecto al Comecon y el Pacto de Varsovia, equivalentes comunistas de la Comunidad Europea y de la OTAN.
Nada de esto hubiera sido demasiado importante si no fuera porque el aparato partidario de la URSS y la misma sociedad rusa no hubieran quedado hasta cierto punto congelados por la experiencia estalinista. Las matanzas de tiempos de la revolución y de la época de las purgas habían terminado, el gulag se había abierto y “el deshielo” era la consigna, pero la impronta policial y el “pensamiento cautivo” seguían vigentes de forma atemperada. La URSS había evolucionado, se había educado, había logrado un razonable nivel de equidad social, pero la crítica marxista se había convertido en rutina y la ideología en un molde que producía pensamiento en serie. La política se convirtió en una mecánica que favorecía a los trepadores del sistema: si el molde monolítico del partido se había resquebrajado, lo que estaba debajo no estaba lejos de ser una masa inerte.
Por otra parte, terminada la reconstrucción de posguerra, se planteaba el problema del coste de financiar los niveles de vida de Europa del este, sin hablar de los aportes que se hacían a estados clientes en el tercer mundo, a lo que se sumaba el agobio de la carrera espacial y un gasto militar descomunal, necesario para mantener el tipo frente a Estados Unidos y precaverse de su amenaza militar. La centralización excesiva y una planificación burocrática que giraba en el aire sin atender a los datos de la realidad llevaron a la economía soviética a una situación de parálisis de la que era imposible salir si no se renovaban métodos, personal y maquinaria obsoletos. Se quiso disolver este nudo liberando el acceso al crédito exterior, con el único resultado de adquirir una deuda de grandes proporciones y quedar atados a los altibajos de la economía global. El intento de Mijáil Gorbachov en el sentido de proceder a una reforma liberalizadora y racionalizar el gasto para modernizar la sociedad soviética se reveló de una ingenuidad irremediable: con la esperanza de pactar con Estados Unidos un desarme que aliviase a la URSS del peso sofocante de mantener una competencia armamentista que su país no podía sostener, abandonó a su suerte a los regímenes satélites, con la consecuencia de que los pueblos que apenas toleraban a sus gobiernos se los sacaran de encima en un abrir y cerrar de ojos. En el plano interior Gorbachov procedió a la glasnost (transparencia) y a la perestroika (reestructuración) a fin de procurar una libertad de conciencia y de opinión que contribuyese a aceitar y dinamizar los oxidados engranajes de la sociedad en todos los rubros, promoviendo la modernización y revitalización de la potencia rusa. Pero el instrumento que debería haber servido como herramienta para ese proceso, el partido comunista, estaba demasiado anquilosado y desagregado en una multitud de feudos político-económicos, muchos de cuyos integrantes, lejos de sumarse al proyecto, presintieron la quiebra del sistema y prefirieron adelantarse a esta. Fue así como las entidades nacionales que componían la URSS tendieron a separarse ella y en el mismo centro del estado un aventurero con carisma, Borís Yeltsin, concitó los apoyos de gran parte de una “nomenklatura” decidida a participar del despojo de los restos de la URSS una vez que esta se hubiera derrumbado, configurándose en el embrión de una neoburguesía capitalista.
El empujón final provino paradójicamente de los elementos que quisieron oponerse a esta decadencia, empeñándose en salvar al sistema: los militares y los miembros del KGB que secuestraron a Gorbachov mientras este vacacionaba en Crimea, con la finalidad de frenar el proceso de desintegración del estado. Subido a un tanque frente al edificio del Parlamento (el mismo que él haría bombardear dos años después) Yeltsin arengó al pueblo y frustró un golpe de estado anti Gorbachov que se desvaneció en el aire, ante la ausencia de sustento popular, militar y mediático.[i]
Tres días después la Rada (parlamento) de Ucrania declaró la independencia. Una semana más tarde, el 8 de diciembre de 1991, el presidente de la República Rusa, Yeltsin, y los presidentes de Ucrania y Bielorrusia anunciaron la disolución de la URSS y la formación de la Comunidad de Estados Independientes en su reemplazo. Acababa así la experiencia comunista rusa, ese “asalto al cielo” que hubo de transitar muchas veces el camino del infierno, pero cuyos errores, limitaciones y crímenes no pueden ser comprendidos si se los abstrae del sistema global ferozmente injusto al que había intentado modificar y que había asediado a la experiencia soviética de todas las maneras posibles, hasta que el régimen se desplomó, agotado por su propio peso.
El saldo positivo
La trágica, sombría y también heroica ejecutoria de la URSS no puede ser medida en su real magnitud si no se evalúa el alcance total de la misma. A pesar de la presión externa, dentro de sus fronteras edificó una sociedad que, con todos sus crímenes e insuficiencias, fue capaz de responder al desafío de la segunda guerra mundial y ser la principal responsable de la victoria sobre la Alemania nazi. También pudo instaurar, con el correr del tiempo, un régimen razonablemente igualitario, aunque despojado en parte de la resonancia y de la facultad de fecundar la mente que son propias del pensamiento en libertad.
En el plano global, sin embargo, por el mero hecho de existir, la Unión Soviética representó un papel que promovió enormes reformas en el mundo entero. Si bien el Kremlin usó por décadas las simpatías que la revolución había ganado en el extranjero tanto entre las clases menos favorecidas como en muchos sectores de la “intelligentsia”, para servir en el fondo a sus propios intereses, el hecho de que la URSS representaba un modelo alternativo al capitalismo motivó a este a realizar cambios profundos en lo referido a sus mecanismos de gestión. El llamado “mundo libre” no sólo se ocupó de reprimir la protesta social sino que, cuando los métodos represivos se revelaron insuficientes, hubo de adoptar el “reformismo del miedo”, a fin mantener en pie al sistema en los países del norte desarrollado. Ya con el “new deal” de Roosevelt se habían dado los pasos iniciales orientados a lograr objetivos de mejora social sin tener que apelar a la violencia revolucionaria. Y si la experiencia norteamericana había sido patrocinada por los sectores más esclarecidos de liberalismo radical estadounidense a raíz de los estragos de la Gran Depresión, después de 1945 el espectáculo del planeta en ruinas dejado por la guerra mundial incitó a los gobiernos a fomentar una política reformista y de aliento al consumo que dio origen a lo que Eric Hobsbawm llamó “las tres décadas gloriosas”, en las que se gestó el estado de bienestar. De algún modo, el keynesianismo y hasta el Plan Marshall fueron un derivado de la revolución rusa.
Por otra parte, el impacto que causó la revolución rusa en el mundo colonial, semicolonial o subdesarrollado fue enorme. La revolución china, la emergencia de la India y Pakistán, la revolución en el sudeste asiático y en el mundo árabe, los movimientos “populistas” en América latina, las conmociones en África, todos tuvieron una conexión fáctica, ideológica o psicológica con el “resplandor al Este”, como denominó Jules Romains a la revolución rusa de tiempos de la primera guerra mundial. Los países del tercer mundo encontraron un espejo en el cual mirarse para pegar el salto del atraso al desarrollo quemando la etapa de la construcción burguesa capitalista. Este “desarrollo combinado” fue inspirador, estuvo justificado y en algunos lados se cumplió en parte o todavía está luchando por cumplir sus metas. Pero hubo zonas, como el África subsahariana, donde el atraso fue insuperable y las conspiraciones del imperialismo anularon lo poco que se había conquistado.
La importancia de la URSS como contrapeso a la prepotencia imperialista pudo ser valorada no bien se produjo la implosión del comunismo. Liberado de su amenaza y creyéndose inatacable, el capitalismo volvió a campar por sus fueros, desnudando otra vez su naturaleza salvaje. Más allá de los condicionantes tecnológicos y de las transformaciones producidas a causa de la digitalización, la informática y la brutal reconformación del mercado global como resultado del flujo incontrolado de capitales, al no encontrar resistencia se manifestó la voluntad hegemónica del núcleo concentrado de la riqueza anidado en las bolsas de Wall Street y Londres, voluntad ejercida a través de su brazo ejecutivo: el gobierno de Estados Unidos con la CIA, el Pentágono y la unanimidad mediática, portadora del discurso único. Al comunismo se lo extraña no tanto por lo que hizo sino sobre todo por su capacidad de resistencia y por su valor como contrapeso. Como decía Karl Kraus, “que Dios nos conserve siempre el comunismo, para que esta chusma (la ínfima minoría que controla los recursos del globo) no se vuelva todavía más desvergonzada… y que, por lo menos, cuando vayan a dormir sufran pesadillas”.[ii]
22 años después del derrumbe soviético, el proyecto globalizador del imperialismo parece empezar a tascar el freno. La reconstrucción del poderío ruso, trámite Vladimir Putin; la emergencia de China como gran potencia en vías de reemplazar a Estados Unidos como primera potencia económica mundial, el surgimiento del BRICS, la reaparición del poderío militar ruso que al echar apenas una mínima parte de su peso en Siria ha cambiado las tornas de ese conflicto y parece estar en vías de anular el proyecto norteamericano para fragmentar y adueñarse del medio oriente, están volviendo a poner las cosas en un plano de mayor equilibrio.
Falta la doctrina ordenadora, pero esa carencia no es otra cosa que la manifestación de la necesidad de revisar el pasado a través de la memoria de las victorias y los fracasos vividos, con miras a mejorar las herramientas interpretadoras de la realidad que hemos utilizado hasta ahora.
[i] Varios de sus jefes se “suicidaron” horas después de fracasada la intentona.
[ii] Karl Kraus, citado por Josep Fontana en “El siglo de la revolución”, Crítica, 2016. Kraus fue un brillante ensayista, escritor, periodista, comediógrafo y poeta austríaco, apreciado por su feroz vena satírica hacia el sistema establecido, que vivió y publicó en Viena entre 1896 y 1936.