El martes pasado, el presidente Mauricio Macri, atendiendo al pedido de muchos mandatarios provinciales, confirmó el traspaso de Edenor y Edesur (distribuidoras eléctricas) a la provincia y Ciudad de Buenos Aires, en el marco del plan para reducir el déficit fiscal y responder a las exigencias del FMI. El líder de Cambiemos explicó que el traspaso “es más justo, porque es la manera de ir equilibrando el gasto estatal para que el Estado no se vuelva una mochila”.
Esta visión del presidente, que es compartida por muchos gobernadores, se enmarca en el espíritu de la constitución de 1994 que otorgó a las provincias responsabilidades que estaban en manos del Estado nacional desde hacía mucho tiempo, esmerilando la unificación de un territorio argentino librado a su suerte. Buceando en la historia de nuestra joven nación sometida a los intereses de la oligarquía agropecuaria y al poder financiero (radicados en Buenos Aires y la ciudad autónoma de la Argentina, principalmente), Néstor Gorojovsky señala que estas iniciativas que se presentan como federalistas nada tienen que ver con la corriente popular del federalismo de raíz artiguista que pretendía democratizar los recursos de la aduana en virtud del desarrollo productivo de todas las provincias que conforman el territorio nacional. La contracara de esta corriente virtuosa que propone una administración estratégica de los recursos del país se hace presente en la visión unitaria de la Argentina. En efecto, el “federalismo oligárquico” es la postura que adoptan los unitarios al salir de la ciudad puerto, que consiste en sostener que cada región se las arregle con sus recursos propios. De este modo, la renta del puerto es entendida como un recurso propio de la Capital Federal, del mismo modo que la arena del desierto catamarqueño es considerado recurso propio de Catamarca. Esta visión divisionista, antinacional y entreguista cohesiona a la Alianza Cambiemos y es compartida por gran parte del peronismo descompuesto.
Uno de los principales aportes de la corriente historiográfica de la Izquierda Nacional fue la demostración de que junto a la corriente democrática y popular del federalismo de raíz artiguista -cuya más pura expresión se dio en las provincias del centro, oeste y norte del Interior- existió y existe en nuestro país otra, el federalismo de raíz oligárquica, de raíz porteña y bonaerense.
El federalismo de raíz artiguista, que representó las aspiraciones populares durante todo el período de las guerras civiles (1811-1880), apareció inicialmente como la resistencia al unitarismo oligárquico, que pretendía fundamentalmente hacer de Buenos Aires (y más específicamente a su burguesía comercial contrabandista) heredera exclusiva del privilegio de soberanía de la monarquía española, y someter a su voluntad al resto del país.
La propuesta de Artigas (que sintetizó en múltiples oportunidades) era la opuesta: la igualdad entre todas las provincias en el uso de los recursos de la Aduana de Buenos Aires y la administración común de la navegación por los ríos Paraná y Uruguay.
Esta tesis se oponía frontalmente al unitarismo, por supuesto, que consideraba a Buenos Aires, el puerto único del vasto país, superior al resto. Y además insistía en que la burguesía comercial portuaria fuera la administradora exclusiva de ese puerto y de la navegación interior.
Pero el federalismo artiguista también se oponía sobre este tema, en forma sustancial, a la tesis del federalismo proto-oligárquico de Rosas, que se expresa en la Carta de la Hacienda de Figueroa, pero que cuenta con un antecedente digno de mención, el que fue en rigor el primer ejemplo de federalismo oligárquico y antipopular: el viraje de Bernardino Rivadavia, que pasó de un unitarismo doctrinario a un federalismo de hecho tras fracasar su intento de unificar el país a palos. En ese momento, Rivadavia se encerró en lo que el historiador mitrista Luis Alberto Romero llamó la «feliz experiencia» de su gobierno. Consistía, en lo esencial, en darle la espalda al país que había puesto en llamas y lanzar sus iniciativas de, para y por la burguesía porteña desde su oficina en el derruído Fuerte de Buenos Aires.
Más tarde, esta actitud de Rivadavia siguió en la propuesta de la nota de Rosas al riojano Facundo Quiroga. Según ese documento, el país «no estaba maduro» para tener una Constitución. Esa madurez se conseguiría cuando cada provincia se las fuera arreglando con sus recursos propios. Recién entonces, sería oportuno plantear el tema constitucional.
En eso, Rosas no dejó de coincidir con el unitarismo, al hacer esta propuesta, en el tema del puerto y la navegación de los ríos eran hermanos gemelos. Esos eran «recursos propios» de Buenos Aires, tanto para los unitarios (que además pretendían gobernar centralmente a todo el país) como para los federales (que en cambio proponían dejar al país librado a su suerte, privándolo de su principal fuente de recursos).
Así, las provincias quedaban atrapadas entre la unidad a palos y la miseria impuestas por el puerto de Buenos Aires, o la desorganización mientras el puerto de Buenos Aires seguía siendo… de Buenos Aires, con las rentas del país entero.
Es verdad que Rosas, por su base rural más que urbana, pudo alcanzar ciertos acuerdos con el resto del país, y en algún momento sancionó una ley de aduanas que proveía cierta mínima protección al interior contra la invasión de mercancías europeas. Pero la Ley de Aduanas de Rosas era solo una ley de Buenos Aires, no del conjunto, era una benévola concesión, era la «lapicera presidencial» de nuestros días (y Rosas la usaba de modo muy similar al que hoy usa Macri). También es verdad, dicho sea de paso, que la “feliz experiencia” bonaerense bajo Rivadavia tras el fusilamiento de Dorrego se había saldado con un año 1829 en que murió más gente de la que nació. Motivo de sobra para que Rosas, que terminó con tanto salvajismo, gozara de prestigio entre las masas populares de Buenos Aires.
Pero el problema (no bonaerense sino nacional) de la redistribución de la renta y la navegación con puerto exclusivo en Buenos Aires se mantuvo durante todo el período rosista. El suyo era un federalismo bonaerense, no un federalismo argentino.
Los trabajos de Terzaga, Ramos y Spilimbergo, además de las fundamentales aproximaciones iniciales al tema de Rivera y Narvaja y los posteriores relatos más detallados de Galasso, son las más sólidas de las múltiples exposiciones de esta tesis. Esos autores señalaron hasta el hartazgo los paralelismos y la mutua filiación entre mitristas y rosistas en este tema. El artículo de Terzaga «Mitrismo y Rosismo, dos alas de un mismo partido», es la síntesis más acabada del planteo.
Abonan la tesis, dicho de paso, hechos cruciales de nuestra historia política, como la ya mencionada secesión de facto de Buenos Aires encabezada por Rivadavia, el «federalismo con reserva de recursos propios» de Rosas, el cerril secesionismo mitrista posterior a 1853, que solo amainó cuando la burguesía comercial porteña logró reformar armas en mano la Constitución de ese año a su favor en 1861, y aún el intento de secesión de Carlos Tejedor que Roca tuvo que reprimir con las tropas del ejército nacional en 1880.
Ramos, en su «Las Masas y las Lanzas», señala como ejemplo liminar y clarísimo de este «federalismo oligárquico» el pacto de no agresión entre Lavalle y Rosas posterior al asesinato de Dorrego, con Rivadavia ya fuera del panorama. Y coloca este acuerdo como cimiento del «tratado del Cuadrilátero» entre Rosas y los caudillos del Litoral, cuyo objetivo real no era cimentar en Buenos Aires un federalismo de base artiguista sino por el contrario consolidar la separación entre el recién nacido Uruguay y sus «provincias occidentales».
El gobierno del general Juan Perón (y el de Yrigoyen) fueron seguidores de la tradición del federalismo artiguista, y especialmente Perón cumplió su aspiración de máxima: que las rentas de aduana (ya por entonces, el conjunto de los recursos fiscales) fueran usadas como mecanismo de integración y equiparación de las economías de todo el país, a través de decisiones tomadas por gobiernos representativos de las grandes mayorías nacionales que dominaran con el peso de la ley a las clases dominantes locales de Buenos Aires y sus socias comerciales del interior.
Ni la Constitución de 1949 ni la política geoeconómica del Ejército argentino, verdadera base de poder de Perón junto a la clase trabajadora que le había delegado expresamente su propia representación en 1945, buscaban la dispersión del poder central en múltiples «poderes» provinciales.
Por el contrario, el peronismo de Perón era «centralista» en lo político para ser «federal» en lo económico. Y así es que una política de fuerte patriotismo industrial y soberanía democrática popular, instalada en el corazón del poder central, atendía desde ese poder central sin pacto alguno con ningún gobernador de provincias a las necesidades más urgentes de la población más empobrecida, al tiempo que construía las condiciones de la prosperidad general cuando abría altos hornos en el Noroeste, promovía industrias en el Centro y en Cuyo, aseguraba la navegación de los ríos del Noreste, y realizaba y proyectaba hazañas de ingeniería en el Sur.
Institucionalmente, todos los gobiernos posteriores al golpe de Estado antiargentino del 16 de setiembre de 1955 buscaron destruir este potente estado central desarrollista popular, y todas las grandes empresas que le daban sentido material concreto. La Constitución de 1994, en este sentido, fue la antítesis más perfecta del federalismo artiguista de Perón, al que sustituyó por el «federalismo» unitario-rosista de Menem. Lo sancionó, de hecho, al otorgarle a las provincias (es decir, a las relativamente raquíticas pequeño burguesías y burguesías locales de las provincias argentinas) poderes que desde 1880 habían quedado concentrados en el Estado nacional, y con los cuales se había logrado llegar a los altos niveles de industrialización que teníamos cuando en 1975/6 comenzó el derrumbe de la Argentina a la degradada condición colonial que hoy sufrimos.
Convalidó de esa manera la política económica de otro gobierno “rivadaviano/mitrista” que al mismo tiempo “empoderaba” a las provincias sin traspasarle fondos: el del régimen de 1976, que inició el verdadero camino hacia la preeminencia de los poderes locales sobre el central. Es más: fue el primero que asignó al intendente de Buenos Aires el mismo rango que el de los “gobernadores” provinciales. Buenos Aires hasta pasó a tener bandera propia (para colmo de profundo significado reaccionario) con el Brigadier Cacciatore al mando de la comuna.
Como bien apuntó alguna vez el compañero de Patria y Pueblo Juan María Escobar en relación a la importancia que había adquirido la política santacruceña en el plano nacional durante la presidencia de Néstor Kirchner, ya en el marco de la Constitución de 1994, en más de un sentido ese presidente era frente al poder oligárquico e imperialista más «el gobernador de Santa Cruz a cargo de las relaciones exteriores» que un verdadero presidente de la Nación Argentina.
Hoy, al traspasar Edesur y Edenor a la provincia de Buenos Aires y ese engendro que es la «ciudad autónoma» (¿autónoma de quién, si no del país que la nutre y domina?) de Buenos Aires, Mauricio Macri da una nueva muestra de esa política de destrucción y arrasamiento de la corriente federalista de Artigas.
De lo que se trata es de presentar como «federalismo» la disgregación territorial de la Nación, que también va a potenciarse con las políticas de recorte de asignaciones y subsidios legados por el kirchnerismo. Y así seguirá siendo hasta que terminemos con esa lacra que es la oligarquía argentina, y pongamos fin también a las pretensiones de las burguesías provincianas de tener un feudo propio en vez de lanzarse a la conquista de la unidad de la Nación.
Les agradezco mucho que hayan considerado merecedoras de publicación en esta página las notas que redacté sobre la cuestión del desguace territorial de la Argentina con el pretexto del «federalismo». Y agradezco especialmente las líneas introductorias, que, si alguna cuestión quedaba oscura en mis breves comentarios, echan toda la luz necesaria para iluminarla.