El escenario internacional

Por Enrique Lacolla.

Por la razón de la fuerza. Aunque a veces parece errática, la política de Donald Trump tiende a aumentar incesantemente las tensiones alrededor del mundo.

El escenario internacional –del cual conviene no olvidar que formamos parte, aunque seamos reacios a darnos cuenta- está muy agitado en estos días. La expresión más conspicua de esa agitación la suministra en este momento la tensión en el Golfo Pérsico. Allí se han puesto en escena algunos actos de un melodrama por ahora incruento: los ataques que se presumen iraníes contra la navegación en el estrecho de Ormuz, el abatimiento de un dron estadounidense por la Guardia Republicana y una represalia contra instalaciones persas suspendida a último momento por orden del presidente Donald Trump. A esto se vino a sumar el secuestro de un petrolero de bandera británica por las autoridades iraníes, en una evidente represalia por la captura de un barco iraní por los británicos en el estrecho de Gibraltar.

En principio podría pensarse en una prueba de fuerza entre el imperialismo occidental y una nación que pretende guardar para sí las llaves de su soberanía, y no estaríamos equivocados si así pensáramos; pero el caso es que dentro de esa contradicción fundamental se dan una serie de problemas internos que vienen a demostrar el carácter complejo de la actual etapa de las relaciones globales, donde no es posible ya limitar el debate a un par de contraposiciones puras, como las que se creía -o se fingía creer- era la contradicción entre el capitalismo y el comunismo.

La tensión de la situación internacional proviene tanto de la ruptura de la bipolaridad URSS-Estados Unidos, que presidió la época de la guerra fría, como de la dificultad de construir un balance de poderes que garantice cierto equilibrio en la relación entre las grandes potencias, hoy complicadas en pleno desorden. Hay un intento norteamericano por reconstruir el pasajero hegemonismo que pareció poder ejercer después de la caída del Muro, pero esa pretensión está jaqueada por el resurgir de la potencia militar rusa y por el vertiginoso ascenso de China en el campo económico, tecnológico y militar. Trump expresa de alguna manera este impasse con sus arrebatos belicosos, su lenguaje intemperante y sus vacilaciones a la hora de convertir esas amenazas en realidades.

Europa se ha convertido a su vez en el escenario de otro estancamiento. La Comunidad Económica Europea, luego Unión Europea, a la que se arribó trabajosamente tras medio siglo de negociaciones y cooperación, recibió una ducha fría cuando, después de la disolución del comunismo y la desaparición del bloque del Este, Estados Unidos promovió el ingreso en masa de los países del ex socialismo real, lo que coartó la posibilidad de articular una política independiente de los miembros fundadores –esencialmente Francia, la República Federal de Alemania, Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, a los que se sumaron más tarde otros afines como España, Grecia y Portugal-, inundando a la organización con los ex satélites de la URSS, predispuestos a recostarse sobre los Estados Unidos y a buscar protección bajo su paraguas diplomático-militar y sensibles por lo tanto a sus directivas.

Cabe preguntarse si esa fue una oportunidad que realmente existió y fue desaprovechada, o si los gobernantes europeos de centroizquierda o de centroderecha, colonizados por el neoliberalismo, tenían alguna intención de proceder por ese camino. Las disposiciones del Tratado de Maastricht, que fijaron la transición de las monedas locales al euro a principios de este siglo, crearon un tejido conjuntivo que los simples acuerdos comerciales no habían podido dar. Sin embargo, como señala el politólogo Claudio Mutti, “la nueva moneda es totalmente anómala, pues no representa el símbolo de un poder político sino que es emitida por una entidad financiera: el Banco Central Europeo. La Europa comercial y financiera, que ha ocupado el puesto de la ideal y política, se asemeja a una de esas entidades ficticias, carentes de objetivo y de consistencia, que los filibusteros de las finanzas inventan para cubrir sus tráficos con una actividad que en realidad no existe, y para intercambiar títulos con otras empresas asimismo virtuales”. [I]

La aplicación de estas recetas del neoliberalismo con su énfasis en el monetarismo puro y duro condujeron a la situación presente, donde un generalizado descontento popular se rebela contra las políticas de Maastricht y contra la licuación del Estado de Bienestar que había caracterizado a “los treinta gloriosos” y que había resistido, mal que bien, en las décadas siguientes. La rebelión contra Maastricht pasa por la emergencia de los partidos de la nueva derecha, que reconocen no pocas diferencias entre sí, algunas muy importantes, pero que se igualan en su rechazo a las instituciones europeas y a Bruselas. Esta opción, sin embargo, no termina de suministrar una solución, pues lo que Europa requeriría sería no de un retorno a las monedas nacionales y al estado soberano, sino de un gobierno federativo que involucrase un ejército común, capaz de ser independiente en el campo de la defensa y la seguridad. Pero para esto la OTAN habría de desaparecer. Es decir, Estados Unidos debería dejar de ser “primus inter pares” y abandonar la organización, que hasta aquí ha estado más al servicio de los diseños estratégicos de la primera potencia mundial que al de sus propios intereses.

En esta situación Washington, o en todo caso la administración Trump, se ha aplicado a trabajar las tendencias “soberanistas” de derecha que están aflorando. Su respaldo al gobierno italiano y en especial al jefe de la Liga, Matteo Salvini, su interés por el Frente Nacional en Francia[II] y su actitud favorable a Viktor Orban, el presidente de Hungría, expresados por Steve Bannon, enviado itinerante de Trump, son síntomas de esa tendencia. Así también lo es la antojadiza, unilateral y abrupta denuncia del tratado entre Irán y la OTAN sobre el proyecto nuclear iraní, que desatascaba un intríngulis sumamente peligroso, y que ahora ha recuperado todo su potencial explosivo al restablecerse las sanciones económicas contra ese país. Los avales que los gobiernos europeos habían prestado al pacto para salvaguardar sus intereses energéticos, Trump los ha ignorado y echado por la borda, sin que los europeos atinen a encontrar una salida a una situación en la cual sólo les queda pagar el pato de la boda. Los únicos satisfechos parecen ser los británicos, al menos los defensores de la salida cueste lo que cueste de la UE, como el flamante premier Boris Johnson.

En este contexto –deriva pronorteamericana del Brexit, pasividad europea, agresividad norteamericano-israelí contra Irán, vigilante atención rusa sobre su flanco sur y resolución iraní en defender sus accesos mientras hace gravitar el arma del petróleo como potencial retribución a cualquier ataque en su contra-, en este contexto, decimos, el presidente Trump ha venido a echar otra pesa en la balanza con el nombramiento de Mark Esper como secretario de Defensa. Esper es un ex militar, pero sobre todo un ejecutivo y lobista reconocido de Raytheon, la mayor y más reconocida empresa fabricante de sistemas de armas de Estados Unidos y, posiblemente, del mundo. Su designación no tiene por supuesto nada de ilegal ni sorprendente: los lobbies están reconocidos en la ley norteamericana, que no objeta su actividad para influenciar al Congreso. Pero es un dato más que adensa la presencia del complejo militar-industrial en el gabinete de Washington, con todo lo que ello implica: favorecer las políticas de fuerza que incentiven la actividad productiva y tecnológica para incrementar la panoplia de las fuerzas armadas, con el consiguiente resultado de reforzar las tensiones internacionales y seguir manteniendo al mundo en el filo de la catástrofe. La “puerta giratoria”, que funciona desde hace décadas, coloca en el Pentágono a los ejecutivos de las empresas y contrata a los militares de alto rango para dirigir las compañías de armamento y de alta tecnología vinculada al armamento. En el plantel del actual gobierno norteamericano la secretaria de la Fuerza Aérea, Heather Wilson, fue consultora de Lockheed-Martin; la subsecretaria de Defensa para Adquisición y Sostenimiento de Armas, Ellen Lord, fue directora ejecutiva de Textron Systems, un conglomerado industrial de aeronáutica, seguridad y tecnologías avanzadas; y el subsecretario de Defensa, John Rood, ha trabajado para Lockheed Martin y Raytheon. En cuanto al antecesor de Esper, Patrick Shanahan, había trabajado durante 30 años en Boeing, entre otras tareas como gerente de gestión de los misiles Boeing.[III]

Si a esto sumamos la presencia del “warmonger” John Bolton como consejero nacional de seguridad, que tiene como norte la idea fija de que China representa la mayor amenaza para los Estados Unidos –idea que comparte con la mayor parte de los halcones del establishment- la mesa está servida: un presidente imprevisible y un conventículo de hombres de empresa y militares aventureros que no cesarán de inflar el presupuesto de defensa, ya desmedidamente abultado, con un 13 por ciento de aumento respecto de los 700.000 mil millones de dólares que recaba mantenerlo en este momento.


[I] “L’Europa in pezzi”, de Claudio Mutti, en Eurasia del 26 de diciembre de 2018.

[II] El caso francés es sin embargo diferente al italiano o al húngaro, aparentemente predispuestos a escuchar los cantos de sirena de Washington. Marine Le Pen, titular del Frente Nacional, es poco proclive a desbalancearse hacia EE.UU. y parece optar por una apertura al Este en el marco de un eje franco-alemán.

[III] “Mark Esper, otro mercader de la muerte”, de Nazani Armanian, en Rebelión, del 27.07.2019

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *