Pueden concebirse, creemos –buscamos reflexionar con la máxima objetividad, explicitando frente al lector, no obstante, que nuestra mirada no es neutral, sino comprometida con los intereses del país, tal como los entendemos– inversiones extranjeras que sean útiles para el desarrollo nacional, bajo ciertas premisas. Otras sólo pueden causarnos daño. La línea divisoria, para fijar posición ante un caso puntual, puede establecerse de un modo sencillo. Si no lo marean presuntos sabihondos, cualquiera puede dictaminar fácilmente cuál de las variantes tenemos delante y qué debe hacerse para no errar, contando con dicho criterio orientador. Sólo precisa sentido común… y patriotismo.
Para decidirse, basta con saber si la inversión extranjera en un emprendimiento (asociada o no con el Estado o con empresas privadas argentinas) viene a suplir una carencia de recursos internos, lo que nos impide desarrollar un área determinada. Caso contrario, como pasa cuando una empresa de capital nacional es comprada por el capital foráneo, o este avanza sobre un mercado que era atendido por firmas argentinas, el país se debilita: al enviar sus ganancias al exterior, objetivo sin el cual nadie se asoma a estas latitudes, los nuevos dueños nos privarán de divisas. Pero, si nuestra limitación no es financiera, puede ocurrir –y esto justifica remunerar el aporte del capital extraño y cierta extranjerización en determinada área– que suframos un déficit de capacitación en el tema o un grado de inexperiencia en tecnologías complejas y novedosas. Una mezcla de ambos factores obliga al país a efectuar acuerdos de ese tipo, cuyo balance es positivo. Estos casos difieren, si los analizamos seriamente, de aquellos que son perniciosos para el país, fruto de la gestión de fuerzas “amigas” del capital internacional o de una debilidad en la defensa de la nación, que se traduce en la ausencia de una regulación que limite al capital extranjero, impidiendo que afecte a la economía de la nación. En el gobierno pasado, una suma de carencia de capitales y de necesidad de asimilar tecnologías desconocidas fue la razón del acuerdo con Chevron para explotar el petróleo y gas off share, en Vaca Muerta. Hemos analizado antes el caso, asociado a la reestatización de YPF. Ahora, lejos de volver sobre dicha cuestión, sólo queremos establecer un parámetro general (sin por eso consentir cualquier concesión al capital privado, cuya voracidad es un dato invariable), para pasar al examen del caso Uber.
Lo más saliente del caso Uber es que lejos de aportar al país una producción o un servicio ausente entre nosotros, viene a desplazar al capital nacional de un servicio rentable a cambio de nada. El servicio de taxímetros no es mejor ni peor que el de otros países, y la nueva operadora no aporta a los argentinos una ventaja o servicio novedoso, que carezca de antecedentes dentro del país o exija conocimientos extraños entre nosotros y justifique los daños que causará a los prestadores del actual servicio. Sin celulares ni plataformas web, no disponibles entonces, por medio del uso de radiollamadas, en la década del 90 proliferaron en Córdoba las empresas de remises (“truchos”, les decía la población, para señalar que no era el “distinguido” servicio “vip” tradicional). Los usuarios los llamaban desde cualquier teléfono. Cobraban en efectivo, es obvio; un dato accesorio, sin importancia hoy, ya que actualmente más de un taxímetro cuenta con el servicio de cobro con tarjeta. También, como Uber, explotaron un marco de crisis laboral, que impulsaba a miles a la lucha por sobrevivir. En la marginalidad, con el automóvil propio, sin pagar impuestos, y aportes previsionales, nuestros desesperados tributaban a una “central” que receptaba pedidos y recibía una “comisión” del 25 %. En realidad, el remisero pagaba, además del “servicio” una protección legal, ya que las “centrales” estaban amparadas por la negligencia estatal y en algunos casos tenían como “socios” a figuras de la política. Todo lo cual era canallesco; pero, volviendo al presente ¿con la tecnología actual, no es posible que los mismos taximetristas, asociados, ofrezcan desde la legalidad el servicio que Uber se ufana en brindar, como un espejito del siglo XXI? Tan realizable es esto que acaba de formarse en la ciudad de Mendoza Tango-Taxi, creada por los taxistas, con la misma oferta y el compromiso de añadir el pago con tarjeta, en un futuro próximo. La oferta bien podría replicarse, en toda la Argentina –país reconocido, por su capacidad en informática– sin provocar el daño que implica el arribo de capitales cuasi mafiosos, que desconocen las reglas de un servicio público –la misma liviandad llevó a los hipermercados a usurpar el área reservada a las farmacias, como si fuese igual vender antibióticos que despachar salamines–, sortean el trámite municipal de habilitación, todos los controles y, como si fuese poco, el pago de impuestos que se exige al sector que cumple con todas las normas legales. Conformado, además, por empresarios pequeños de capital nacional, lo que no es un dato menor: peso que ganan lo gastan o invierten dentro de la Argentina.
Se ha hecho notar que los mismos sectores de la opinión pública que condenan la venta informal de los “manteros” y su competencia desleal con el comercio en regla aplauden a Uber, una incongruencia que revela prejuicios ¡Uber proviene de los EEUU! ¡Su valorización financiera habla de un activo de U$S 60.000 millones! ¡No será cosa de “marginales! ¡Su llegada nos trae un servicio “vip”, con el nivel del primer mundo! No interesa si su informalidad y desdén por cuidar la seguridad llega a extremos como la contratación de un conductor implicado en la matanza de Michigan, algo que recuerda una nota del diario La Nación. Según el mismo medio, que no se caracteriza por rechazar a la firma, Uber ha recibido denuncias penales por abusos, en su país de origen.
Naturalmente, se esgrimen, a favor de “lo nuevo”, los defectos y faltas del “viejo” servicio, que son, creemos, más o menos los mismos, aquí y en el exterior. Un examen rápido detecta en los medios la acción de un lobby que vende viajes que son un placer, con música divina, caramelos, y hasta un brindis. Los datos, hasta ahora, dicen lo contrario, ¿qué podría esperarse de una empresa que inicia su actividad en el país sin inscribirse en AFIP, sin habilitación profesional, sin existencia legal? ¡Sin domicilio constituido! No inventamos nada: es lo denunciado en el fuero penal por el Secretario de Transporte del gobierno macrista de la ciudad de Buenos Aires, insospechable de ver con malos ojos a una empresa norteamericana.
No obstante la gravedad de esos atropellos (nos han tomado por un país bananero), creemos que lo principal está definido en los primeros párrafos de esta nota. En Córdoba, una firma española, competidora de Uber en el mismo rubro, promete “diálogo” con el poder municipal y disposición a someterse al marco legal. Se trata de Cabify, del mismo servicio; un estilo distinto, nada más.
El país debe prescindir de “inversiones” que como en la perinola “toman todo”, restando fondos al ahorro interno, al consumo del país, a nuestra capacidad de acumular capitales. Los dueños del negocio son hoy argentinos y no debiéramos permitir que se los sustituya por un sistema que sólo creará trabajo precario, no pagará impuestos y nos transformará en tributarios de los parásitos de la llamada Aldea Global, en la cual nos darán un lugarcito del suburbio.