La pandemia que empieza a azotar el planeta golpea más duramente no solo a los organismos debilitados por la edad o las enfermedades, sino también a una economía global asimismo muy enferma.
Es imposible disipar la nube que se cierne sobre la conciencia colectiva a partir de la aparición del corona virus. Sea por la seriedad del problema, sea por el sobredimensionamiento que a veces le dan los medios, sea por la necesidad de atender responsablemente a las medidas precautorias contra la pandemia, es inevitable al menos mencionar el problema en cualquier análisis que atienda a la actualidad. Conviene sin embargo no concurrir a incrementar el miedo poniéndose a agitar sin reposo el asunto. La responsabilidad de todos es ajustarse a las indicaciones de las autoridades competentes, cuidar las normas de higiene y no perder la cabeza lanzándose a una búsqueda desesperada de implementos sanitarios que desabastecerá al mercado, incrementará la inflación y permitirá la proliferación de esa otra pandemia que se oculta en los repliegues de la sociedad capitalista tal como la conocemos hoy: la especulación.
Cualesquiera sean los motivos por los que explotó la epidemia en China y sean cuales fueren los expedientes médicos que se desarrollan para controlarla, la resonancia y la orientación económica que ha tomado el mal ilustran una vez más, con una contundencia que debería ser evidente para todos, la terrible fragilidad que tiene el sistema capitalista tal como se ha configurado a partir de los años 80, de los “reaganomics” y del neoliberalismo. Después de la primera guerra mundial el mundo pasó por una emergencia sanitaria mucho más tremenda que la actual: sin antibióticos, sin vacunas, sin políticas sanitaristas organizadas a la escala en que lo están hoy, con una población mundial debilitada por los estragos de la guerra, la llamada “gripe española”(I) devastó a Europa y América, llegando luego al Extremo Oriente, a una escala inédita: murieron muchas más personas de gripe que en el conflicto. Este mató entre 11 y 12 millones de combatientes en los cuatro años que duró la guerra, mientras que la influenza mató entre 40 y 100 millones de personas en un lapso mucho más breve, con la peculiaridad de cebarse en gente joven, probablemente porque muchos de los pertenecientes a este grupo etario se encontraban debilitados por el desgaste físico producido por la guerra y el estrés sufrido en las trincheras.
A pesar de ese terrible mortandad, y de la morbilidad que alcanzó tasas récord en el mundo, y a pesar de los flujos y reflujos que la guerra produjo en el mundo económico y que remató en el desatinado reordenamiento de Versalles, donde se sembraron las semillas del que sería el segundo conflicto mundial 20 años después, la economía no experimentó en forma directa el impacto de la pandemia. Hasta la crisis de 1929 las finanzas circularon sobre los andariveles que eran previsibles. El desastre del martes negro en Wall Street estaba contenido en una sobreproducción que no encontraba ya su lugar en el mercado y en una fiebre especulativa que inflaba los valores accionarios hasta extremos completamente apartados de la realidad. Por lo tanto el estallido de la burbuja se debió a factores internos al capitalismo, a su propia dinámica.
Ahora, en cambio, el detonante de la crisis vino de afuera, lo que viene a ilustrar la enorme fragilidad del sistema. En forma simultánea a la aparición de la enfermedad, las bolsas del mundo se volvieron locas, el precio del petróleo se desplomó y un viento de pánico comenzó a soplar por el entero sistema económico mundial. El virus pinchó la burbuja especulativa de la economía, tal y como lo hace en el sistema inmuno-defensivo de las personas, y los mercados desnudaron lo insostenible de sus premisas. Estas pasan por considerar a la especulación financiera no como lo que normalmente había sido, un juego marginal de la actividad productiva, útil para aceitar la maquinaria y para incentivar el interés de los inversores, sino como el sine qua non de la actividad capitalista y como la quintaesencia de su capacidad creativa. Se establece así un desfase entre la actividad económica real -la producción de bienes- y la masa dineraria que se acumula a partir de la especulación bursátil. Según Walter Graziano, el PBI norteamericano era de 3,2 trillones de dólares en 1981, y desde esa fecha se incrementó en un 570 % en términos nominales. Pero en la Bolsa el índice Standard & Poors, que ese año registraba un promedio de 130, creció alrededor del… ¡2500 por ciento!(II).
Este desnivel ha puesto a la economía en una cornisa sobre la cual es imposible mantener indefinidamente el equilibrio. Ante la presunción de que el corona virus va a reducir drásticamente la actividad productiva y el turismo, el petróleo, que provee el grueso de la energía necesaria a ambos, cayó en su cotización y en esa caída arrastró al conjunto de los activos. Si la economía se encontraba en una fase recesiva, el sacudón actual no puede sino profundizarla, lo cual comporta un mayor desempleo y una mayor inestabilidad. Desde el comienzo de la “revolución” neoliberal el mundo hace equilibrios sobre una cuerda cada vez más delgada; lo curioso es que las fuerzas que lo dirigen no parecen haber caído en la cuenta de ello. Bueno, quizá no sea tan curioso: en el ADN del sistema se inscribe un gen suicida que combina insolidaridad, indiferencia y voracidad.
Todos Contra Bernie
Un ejemplo de esta persistencia en el error (llamémoslo así) lo dan las primarias demócratas en Estados Unidos, donde cabe observar la aplicación que despliega el aparato del partido para sofocar la candidatura de Bernie Sanders, el veterano senador que desde hace mucho tiempo se ha perfilado como el representante de un ala izquierda renovada, especialmente preocupada por la creciente desigualdad social, por la volatilidad económica y por el desborde de los compromisos militares en el extranjero. Incluso el New York Times, presunto exponente de la tradición del radicalismo liberal, ha dejado caer en alguna de sus columnas que Moscú (sí, Moscú, siempre hay un fantasma moscovita al que acudir como espantajo) estaría interesado en que la victoria sea de Sanders, o bien de su contracara Donald Trump, en las elecciones presidenciales previstas para noviembre. No hay nada de raro en que Rusia se interese en el desenlace de los comicios norteamericanos y es bastante lógico que prefiera a los candidatos que al menos exhiben interés en cambiar la tónica de la política exterior norteamericana en un aspecto que resulta esencial para la seguridad rusa: la agitación permanente en el Medio Oriente, el Asia Central y el Pacífico con miras a hegemonizar esas zonas o, si no puede conseguirlo, al menos sumirlas en una especie de caos permanente para obstruir el avance chino, la Ruta de la Seda y la consolidación de un eje Moscú-Pekín.
Pero esta lógica no interesa por supuesto ni al NYT ni al establishment, interesados como siempre en confundir las cartas describiéndose como víctimas de una conspiración del extranjero para mejor velar su propia voluntad autoritaria. Esa voluntad está presente en las dos alas derecha en que se divide la oligarquía política norteamericana. La aparición de cuando en cuando de moscas blancas que pueden alterar en parte su juego de balances y desbalances -con frecuencia desarrollado en clave de masacre-, altera en parte la monótona repetición de los mismos enunciados. Nunca van muy lejos, sin embargo: los mandos del partido, la prensa y el FBI se las ingenian con relativa rapidez para robarles el suelo bajo los pies. Figuras como George McGovern, el mismo Adlai Stevenson, Gary Hart o Ted Kennedy cayeron víctimas de unas campañas impiadosas, que escarbaban en su intimidad o que simplemente los aplastaron con el peso del aparato político, para no hablar de otros que encontraron su recorrido ascendente cortado por la bala de un asesino, como Huey Long y Bob Kennedy.
No creo sin embargo que haya que plantear unos escenarios tan dramáticos para Sanders. No porque sus posiciones no resulten ofensivas para el establishment, sino más bien porque no parece tener posibilidad de imponerlas al electorado. Su reclamo por el voto joven no ha tenido el eco esperado. El abstencionismo de los que se presumían debían ser los sostenedores más ardientes de Sanders fue manifiesto en las primarias más recientes. Hay que esperar, pero si no hay aporte desde ese sector, su futuro se complica. El peso del aparato del partido demócrata está detrás de la candidatura del ex vice de Obama, Joe Biden, un representante de las tendencias más compenetradas con los objetivos tradicionales del establishment, lo que le da una fuerte ventaja frente a su competidor Sanders. Claro que la relación de fuerza entre Biden y su siguiente competidor sería muy diferente, en las presidenciales de noviembre. Donald Trump está pesadamente asentado en el poder, y concita apoyos que van desde el renuente que le da la cúpula del partido, a la adhesión popular, que disfruta de su figura, de su temperamento extrovertido, de sus arranques políticamente incorrectos y de los prejuicios que cultiva celosamente porque sabe que son los mismos que alientan en gran parte de la psiquis colectiva de los norteamericanos.
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(I) Pese a su nombre, la gripe “española” se originó en Estados Unidos, en los campamentos donde se entrenaban los jóvenes reclutas antes de ir al frente, y desembarcó con ellos en el puerto de Burdeos, en Francia, desde donde emigró luego a España. En este país neutral, donde no existía la censura de prensa, la noticia de la epidemia se hizo pública y cundió rápidamente, valiéndole al virus esa atribución nacional que, en verdad, no le pertenecía.
(II) Walter Graziano, “Se busca psicoanalista para Wall Street”, en Ámbito Financiero del 12 de marzo.