La caída de Kabul/Enrique Lacolla

Orígenes de la invasión y desenlace de la intromisión norteamericana en suelo afgano. El escritor y periodista Enrique Lacolla repasa la geopolítica del imperialismo yanqui a través de su intervención en Corea, Vietnam y Medio Oriente.

No se entiende la guerra afgana sin conocer el proceso de las políticas imperialistas en todo el mundo, pero en particular desde 1945 a la fecha. EE.UU. ha logrado algunos de sus objetivo en Afganistán, pero la imagen que deja es la de una derrota.

Kabul ha caído en manos de los talibanes. Se cierra así la última –por ahora- aventura militar norteamericana de las muchas que siguieron a la segunda guerra mundial y que han puesto a Estados Unidos primero en el palmarés del belicismo. Contrariamente a lo que se había afirmado en el sentido de que la transición sería negociada y no habría envite final contra la capital de Afganistán, las defensas afganas colapsaron repentinamente y los talibanes ingresaron a Kabul casi sin oposición. Vuelven a repetirse las trágicas escenas del abandono de Saigón, cuando miles de vietnamitas que habían colaborado con los norteamericanos huían a la desesperada hacia los puertos o asediaban la embajada USA en la capital de Vietnam del Sur, tratando de escapar a la venganza del Vietcong y del ejército norvietnamita. La irrupción de los talibanes, en medio de la disolución del ejército títere afgano montado por los norteamericanos, arroja una sombra muy oscura sobre el destino de las mujeres, amenazadas por la reimplantación de la ley de la sharia, y sobre quienquiera tenga un punto de vista medianamente moderno o haya colaborado activamente con los ocupantes.

20 años de intervención norteamericana directa finalizan así en un descalabro. Al menos, en un descalabro aparente, pues las industrias de guerra siempre son estimuladas por las intervenciones en ultramar y se sabe que, en el cuadro de la economía norteamericana, funcionan en buena medida como anabólicos que ayudan a mantener el paso a una economía por otra parte asediada por la financierización, la especulación y las oscilaciones en el empleo. Claro está que si esa inversión en estimulantes invirtiese su orientación y se aplicase al desarrollo de las políticas sociales el curso de la economía revertiría esa tendencia. Pero la esencia del sistema capitalista determina que la concentración de la riqueza en pocas manos sea su sentido más profundo y eso requiere una política de poder que requiere de las panoplias bélicas, cuanto más complicadas y costosas mejor.

¿Hubo algún motivo realmente sustantivo que justificase la intervención en Afganistán? Los más aparentes fueron la necesidad de responder los ataques del 11/S y de dar caza a Bin Laden. Diez años pasaron antes de que le dieran muerte en la ciudad de Abbottabad, en Pakistán. Mientras tanto, hubo una guerra que podría definirse de baja intensidad en el complicadísimo territorio afgano, con la formación de un ejército local que, como siempre, se aducía podría reemplazar al norteamericano cuando este se retirase tras haber pacificado y organizado al país. La guerra se basó en incursiones puntuales dirigidas a liquidar a tal o cual dirigente terrorista, cuando no era posible eliminarlo con drones, y con un empleo de muy mesurado de las tropas que, en su punto máximo, sumaron unos 98.000 efectivos. Cantidad absolutamente insuficiente, con la cual se podía ocupar poco más que los centros poblacionales más importantes en un país de una orografía endemoniada. Los talibanes no fueron mayormente inquietados por esa actividad y siguieron hostigando al ocupante y dedicándose a explotar su principal fuente de ingresos: el cultivo del opio, insumo básico de la heroína. Es difícil que hubieran podido hacerlo sin contar con al menos cierto grado de tolerancia de parte de los norteamericanos y de la corrupta administración que estos habían puesto en pie para ocupar el lugar del poder. Por otra parte, los talibanes –como tantas otras sectas fundamentalistas que se agitan en el oriente y en el oriente próximo- siempre han estado vinculados, a menudo muy estrechamente, con la CIA y con las múltiples agencias y servicios norteamericanos, pakistaníes, británicos y turcos que menudean en la zona. No olvidemos que Al Qaeda nació como fuerza apadrinada por Estados Unidos y dedicada a combatir a los soviéticos durante su ocupación de Afganistán, y que la familia de Bin Laden tenía una íntima conexión con la familia Bush en razón de las inversiones petroleras norteamericanas en Arabia Saudita.

De modo que la guerra de Afganistán fue, en buena medida, una guerra de mentirijillas, aunque haya costado la vida de cientos de miles de personas y la erogación de cuantiosas sumas de dinero. Su razón de ser estuvo más bien en suponer un punto de partida para una política norteamericana que buscó sembrar el caos en todo el medio oriente. Representó el primer paso en la escalada que en pocos años puso a todo el oriente medio patas arriba, con la guerra de Irak, la primavera árabe, la destrucción de Libia, el bloqueo de Irán y la agresión contra Siria. Frenada, esta última, por el renacimiento del poder militar ruso y por su empleo a una escala restringida, pero la suficiente para moderar el dinamismo occidental en ese escenario. Ahora, obtenidos parte de los objetivos fijados originalmente, después de veinte años de “guerra crepuscular”,  Washington decide terminar con el negocio afgano y se retira para concentrarse en la contención de China en el espacio del Índico y el Pacífico, y para recalibrar su relación con Rusia en la frontera más sensible de todas: Europa oriental, con Ucrania y Bielorrusia como piezas del forcejeo con Moscú.

Los funcionarios de la Casa Blanca se esfuerzan en demostrar que la guerra de Afganistán no ha significado una derrota y descalifican todo intento de comparar la evacuación de Kabul con la huida de Saigón en 1973. Sin embargo, los hechos y las imágenes del caos que reina en el aeropuerto de la capital contradicen esa opinión. Mike Pompeo, secretario de Estado bajo la administración Trump, no comparte el optimismo de los voceros de la Casa Blanca y bufa de rabia ante la defección del ejército afgano y la huida del presidente Ashraf Ghani. “Estados Unidos no tiene que pedir permiso ni humillarse; debe bombardear a los talibanes hasta borrarlos de la faz de la tierra”. Pero él mismo había negociado meses antes con esos harapientos guerrilleros la retirada de las tropas estadounidenses. Lo único que pretende ahora es que su fuerza aérea haga algo más de daño para desahogar su rabieta y sobre todo cargar las tintas sobre el gobierno demócrata de Joe Biden.

Para redondear la imagen del fracaso conviene recordar que Afganistán puede ser el nudo gordiano que estrangule una de las principales vías de la “Road and Belt Initiative”, el formidable proyecto comercial chino de la Ruta de la Seda. Abandonar esa posibilidad y reemplazarla por opciones diplomáticas o conspirativas menores para perseguir el mismo objetivo es también la confesión de una derrota.

Balance

Desde el final de la segunda guerra mundial, Estados Unidos capitaneó al occidente capitalista en la guerra fría contra la Unión Soviética. Fue una lucha prolongada, con momentos en los que se rozó lo peor (la crisis de los cohetes en Cuba en 1962, la de los misiles SS 20 y Pershing en 1983, en Europa), pero en general se libró en la periferia y más bien con interpósitos protagonistas que ponían el cuerpo. En los lugares o momentos que Washington juzgaba críticos, sin embargo, o donde por el contrario el camino a la victoria parecía expedito, Estados Unidos se comprometió con sus propios efectivos. El primer ejemplo lo brindó la guerra de Corea, de 1950 a 1953, cuando el presidente Truman intervino para impedir la reunificación del país bajo el comunismo y frenar el ímpetu de China, donde Mao acababa de acceder al poder.[i] La pelea terminó en un empate, con un importante número de bajas norteamericanas –unos 50.000 muertos- y con un espantoso daño para Corea del Norte, que perdió todas sus industrias e infraestructuras, además de padecer una sangría feroz, pero conservó su territorio y mantuvo a los norteamericanos alejados de la frontera con China.

El siguiente compromiso norteamericano en gran escala fue Vietnam, una guerra de agresión en todos los sentidos, dirigida también a impedir la unidad nacional de un país que venía luchando por su independencia desde hacía un siglo. Obsesionados con la teoría del damero, según la cual la caída de una pieza del tablero global arrastra a las otras que le están vecinas, los planificadores de la Unión juzgaron que la estrategia soviética para enfrentarlos consistía en dispersar la atención norteamericana alentando los movimientos independentistas en todo el mundo. Lo cual era cierto, pero Washington equivocó a sabiendas el carácter de estos movimientos, que a menudo no querían sino fundar los basamentos capitalistas de una sociedad del bienestar, a la escala que les fuera posible. De ahí, entre otros, fenómenos como el de Cuba, donde Estados Unidos precipitó la conversión de un movimiento, originalmente inspirado en el nacionalismo y en un radicalismo pequeño burgués, al marxismo y a la alianza con la URSS.

La guerra de Vietnam se saldó en un desastre. Pese a que los militares ensayaron, como es su costumbre, derivar la culpa de lo sucedido en las autoridades civiles, que no se habrían comprometido hasta las últimas consecuencias para quebrar a un enemigo débil –mismo argumento que el usado por Douglas Mac Arthur en Corea y por Curtis Le May y la junta de jefes de estado mayor en ocasión de la crisis de los cohetes en Cuba- la derrota de primera superpotencia quedó patente para todo el mundo. Pese a que arruinó al país y provocó millones de muertos en toda la península indochina, Vietnam se unificó, curó sus heridas y creció a una escala que lo dejó no muy por debajo de “los tigres asiáticos”. La sociedad norteamericana se dividió en torno a la guerra, surgieron los movimientos contestatarios y hubo una serie de magnicidios que desgarraron la confianza en el mito americano. Uno de esos casos, el de JFK, pudo haber estado vinculado a un complot urdido en las altas esferas para impedirle revisar el curso de la política exterior en lo atinente a las relaciones con el bloque soviético y cancelar cualquier posible modificación del creciente involucramiento norteamericano en el sudeste asiático.

 El trauma de Vietnam iba a perdurar. A partir de entonces desapareció la posibilidad de que Estados Unidos comprometiese a un ejército de conscriptos en una guerra exterior. Pero inclusive después de la derogación del servicio militar y la recluta de un ejército de voluntarios, la opinión siguió sensibilizada ante la posibilidad de operaciones militares que involucrasen a gran cantidad de efectivos en el extranjero y los expusiesen a pérdidas severas. La idea es entonces por un lado mantener el sistema de guerras por procuración, pagando mercenarios[ii], buscando etnias y confesionalismos que estén dispuestos a hacer el gasto y servir los objetivos de la superpotencia a cambio del apoyo de esta a sus ambiciones particulares; y por otro desarrollar al extremo las ventajas que hasta el momento Estados Unidos retiene en el campo de la comunicación digital, la nanotecnología y todas las variantes posibles de armas y vehículos no tripulados y controlables a distancia remota. En la medida en que esa ventaja cualitativa puede mantenerse, también se mantendrá una cierta preponderancia en otro campo vital para el ejercicio del poder: la capacidad de informar, desinformar o manipular a las masas a través del discurso vertido por los medios de comunicación. Cuya diversidad ayuda a disimular el contenido único que transmiten bajo múltiples apariencias.

Todo esto representa una ventaja importante pero, para cualquiera que sea sensible a las lecciones de la historia, también implica una decadencia. Una de las comprobaciones de la vigencia de los grandes imperios supone la existencia de una considerable capacidad de sacrificio, un tener “alto el umbral del dolor”, como dicen los médicos. Cuando se empiezan a buscar “condottieri” para hacer el gasto, se puede estar procediendo con inteligencia, pero se están evidenciando unas grietas en el edificio social que preanuncian su quiebre. El declive demográfico y la relajación de las costumbres comprometen a las naciones desarrolladas y las abren a los ataques de los “bárbaros”. No es un proceso que se vaya a verificar de un año para otro. O de una década para otra. Pero las señales se multiplican.

Los bárbaros están a las puertas. Pero, a su modo, ¿no son bárbaros también quienes las custodian?

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[i] La Doctrina Truman ya tenía por entonces plena vigencia. Marcó el comienzo franco de la guerra fría. Había sido proclamada para excluir de la ayuda del Plan Marshall a todo país que no adhiriese a la democracia. Es decir, a cualquier régimen que no se apegase a los parámetros de la sociedad de mercado o reivindicase una autonomía de movimientos que no respetase el interés norteamericano. También apelaba a la contención de la “agresividad” soviética. Habida cuenta que la URSS estaba desangrada y exhausta por la guerra, y que Stalin –que era un tirano, pero también un consumado realista en materia de política exterior- quería tan solo cubrirse con un glacis de estados satélites contra una eventual repetición de una agresión externa similar a la alemana de 1941, es obvio que la total responsabilidad en el inicio de ese conflicto, en el que el mundo consumiría los siguientes 45 años, corresponde a Estados Unidos y a sus socios.                                                                                                                                                                      

[ii] “Contractors” o contratistas es el eufemismo con que se designa ahora a los mercenarios, en onda con la tercerización del trabajo que propugna el neocapitalismo.  

Un comentario en “La caída de Kabul/Enrique Lacolla”

  1. Excelente análisis, del mejor periodista y analista político de Córdoba y el País, como se lo extraña a Enrique, recuerdo sus editoriales en la La Voz, cuando era un diario respetable. Gracias.

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