Aunque ha retrocedido en los titulares, el conflicto en Europa oriental representa un peligro cada vez más grande para un mundo que hace equilibrios sobre una afilada cornisa.
La Unión Europea aprobó días pasados su sexto paquete de sanciones económicas contra Rusia, prohibiendo parcialmente la adquisición de gas y petróleo provenientes de ese país, a sus estados miembros. La medida suena más espectacular de lo que realmente es, pues alcanza únicamente a los fluidos transportados por mar, pero no a los enviados por gasoductos u oleoductos. El acuerdo se alcanzó penosamente, pues la Hungría presidida por Víctor Orban se negó a suscribir el texto original, que preveía un corte total de las importaciones energéticas provenientes de Rusia. El propósito declarado de esas sanciones es dañar en todo lo que sea posible a la economía rusa, impidiéndole –según expresó el alto representante para los Asuntos exteriores de la Comunidad, Josep Borrell- alimentar adecuadamente a su maquinaria de guerra comprometida en las operaciones en Ucrania.
Se sabe que en realidad el objetivo del acoso de que es objeto Rusia no es otro que el de cortarle los pies, reducir su estatus de gran potencia, fomentar el desorden civil con miras a debilitar o a derribar al gobierno de Vladimir Putin y terminar acorralándola para que se reconfigure como un estado incapaz de volver a pesar sobre el escenario mundial de la manera en que lo hizo durante los últimos cuatrocientos años de historia. Todo esto en aras del proyecto hegemónico del bloque anglosajón, cuya inviabilidad es ya manifiesta, salvo al costo de una hecatombe que anularía cualquier posibilidad de victoria.
Las contramedidas rusas para contrarrestar el accionar occidental están comenzando a ponerse en práctica, pero sus consecuencias solo podrán manifestarse plenamente a mediano plazo. Cuando lleguen, sin embargo, habrá oleadas sucesivas que impactarán no sólo sobre Europa sino sobre el mundo entero. Los rusos han comenzado por cortar el gas a los países “hostiles” que se nieguen a pagarlo en rublos.
El hecho mismo de prohibir las importaciones de gas y de petróleo rusos por parte de los europeos es como pegarse un tiro en el pie; puede parecer espectacular, pero es contraproducente. Privados del gas ruso, deberán abastecerse por vía marítima, con el gran encarecimiento de costos que ello significa y que ya está desencadenando una carrera al alza susceptible de convertirse en una crisis global. Los precios de la energía están elevándose en todas partes, la inflación crece, el empleo se resiente y si para el capital concentrado de Estados Unidos y los emiratos petroleros el negocio puede ser al principio rentable, pues les abre las puertas de aquellas potencias que habrán de comprarles a ellos (a un precio ostensiblemente superior al que pagaban por el gas ruso), para la población de estos países y aún más para las del resto del mundo, este desbarajuste puede terminar en el caos.
Es difícil que las dirigencias políticas europeas no estén conscientes de estos datos; pero aparentemente carecen de las agallas que hacen falta para rebelarse contra el diiktat de Washington y además, por motivos electorales, no deben animarse a hacerlo a causa del impacto que sigue teniendo la propaganda mediática entre el público en general, siempre inquieto ante el espectro de los cosacos en la frontera –proyección quizá del temor a las hordas bárbaras que devastaron a Europa en los tiempos oscuros.
La marcha de los hechos
En el plano no ya de las posibilidades ominosas de futuro que se ciernen sobre el mundo, sino pasando a los hechos concretos que están preparándolo, se percibe por estos días una profundización en el proceso de inversión de la carga de la prueba en el conflicto ucraniano. Rusia irrumpió en Ucrania para frenar la expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas. Fue una reacción sobre la cual Putin había advertido repetidamente a occidente. Desde luego la invasión fue rápidamente condenada por todo el arco mediático y provocó lo que la Casa Blanca y el Pentágono deliberadamente buscaban: enredar a su enemigo militar nro. 1 en un conflicto que debería desgastarlo al estilo del de Vietnam.
No podemos saber cuáles eran los objetivos primarios de la operación rusa. Tenemos para nosotros que el Kremlin calculó que bastaría un envite para derribar a Volodomir Zelenski, tal vez con la ayuda del mismo ejército ucraniano. Aunque el ex cómico puesto a presidente pareció por un momento presto a tirar la toalla, pronto se hizo evidente que las presiones externas e internas lo iban a llevar a revestirse de una firmeza que planteó a los rusos el problema de enfrascarse en una guerra abierta con los ucranianos para tomar Kiev a sangre y fuego, u optar por el que tal vez era su proyecto original: tomar y asegurar las zonas rusófonas, abrir un corredor terrestre hacia la península de Crimea y, eventualmente, adueñarse de Odesa, cerrando la salida al mar de Ucrania y llegando a incorporar la Transnistria, el territorio moldavo de habla rusa, a la zona de influencia rusa. Este plan, si efectivamente es como lo describimos, está en fase de ejecución hoy y podría ser completado en el curso de las próximas semanas o meses.
Jinetes del Apocalipsis
Ahora bien, todo este conjunto de factores está acarreando, amén de la crisis energética en ciernes, también la suspensión de las exportaciones de trigo ucraniano (y ruso) hacia el resto del mundo. Ambos países suministran un tercio de la producción mundial de trigo y cebada, y también proveen una importante cantidad de la de aceites comestibles y fertilizantes. Y aunque el gobierno ruso haya afirmado que dejará expeditas dos vías en el Mar Negro para que por ellas fluyan las exportaciones de cereales, el precio de estos se ha disparado en todo el mundo y una potencia superpoblada, como la India, que también es una gran productora de trigo, ha decidido la suspensión de exportaciones de ese grano para preservarse de hambrunas como la de 1942-43 en Bengala, cuando la potencia ocupante, Gran Bretaña, provocó la muerte por hambre de más de un millón de indios al obstaculizar la provisión de trigo basándose en presuntas necesidades de guerra.
Ahora estará aflorando un riesgo parecido, pero a escala mucho más amplia. Según la prestigiosa revista británica The Economist, la guerra entre Rusia y Ucrania conllevará una masiva hambruna en todo el mundo, ya que vuelve a golpear el sistema alimentario global debilitado por la Covid-19, el cambio climático y provocaría un «shock energético». Por supuesto que la culpa de lo primero la revista lo pone en la cuenta de Putin: «Al invadir Ucrania, Vladimir Putin destruirá la vida de las personas que se encuentran lejos del campo de batalla, y en una escala que incluso él puede lamentar», expresa.
Casi simultáneamente el gobernador del Banco de Inglaterra, Andrew Bailey, se encargó de efectuar en los Comunes un anuncio apocalíptico: hace una semana predijo catastróficos aumentos de precios en los alimentos por el hecho de que no se puede sacar la producción cerealera de Ucrania. Expresó que se producirá una “hambruna” y se manifestó indefenso ante el aumento de la inflación, impulsada por fuerzas de un mercado global fuera de su control. Y concluyó ominosamente: “No soy ni mucho menos un estratega militar. Pero cualquier cosa que se pueda hacer para ayudar a Ucrania a sacar su comida sería una gran contribución”.
He aquí a la madre del borrego. ¿Se está preparando una nueva acta acusatoria contra Rusia que la haga responsable de la crisis alimentaria mundial, justificando de este modo algún tipo intervención de la armada norteamericana y de las flotas europeas en el Mar Negro? El escenario va montándose rápidamente y cabe temer, no andando mucho tiempo, la apertura de un nuevo acto de la tragedia que motorizan los dueños del poder en occidente y que sufren aquellos que la padecen sobre el escenario de las operaciones y que pueden padecer incluso quienes hoy creen todavía encontrarse muy alejados de él.