
Nuestro país enfrenta una de las crisis más profundas de toda su historia. Pero resulta que no es una crisis coyuntural más, cíclica, sino el resultado de un proceso de desintegración nacional que se profundiza casi sin pausas desde el 24 de marzo de 1976 cuando el país fue sometido a una reconfiguración económica, política y cultural orientada a su sometimiento definitivo al capital financiero internacional. Lo que hoy presenciamos no es una crisis más, es la fase final de un modelo que lleva casi 50 años destruyendo la Argentina.
Pero la crisis no es solo económica o política, es primero cultural. Y, en efecto, el objetivo del trastoque deliberado de nuestro sentido histórico es el ocultamiento del crímen oligárquico. Desde la historia oficial de Mitre hasta la prédica colonial y cipaya de baja estofa de nuestros tiempos, el relato ha sido siempre el mismo: el país nació dependiente y está condenado a seguir siéndolo. Nos cuentan la historia de una Nación imposible, siempre al borde del colapso, como si fuera su naturaleza misma la que la empuja al fracaso. Al respecto, no falta nunca un argentino medio de fuerte vocación aspiracional sentado a la punta de la mesa, decir que “el problema de la Argentina somos los argentinos, que esto afuera no pasa”.
Malvinas.
Malvinas fue el último gran acto de soberanía de la Argentina moderna, pero en su análisis, se omite el hecho de que el avance de una causa no está determinado exclusivamente por quienes la conducen, sino por el impulso y la esencia misma de su realidad histórica. Esta incomprensión es la que funda el prejuicio antimilitarista que pretende hacernos sentir seguros, completamente indefensos. Sin embargo, la Guerra de Malvinas fue, en su naturaleza política, la antítesis de todo lo que la dictadura había sostenido, promovido y ejecutado en términos antinacionales. El pueblo y los trabajadores organizados lo entendieron perfectamente en un momento de profunda autoconciencia popular en aquellas plazas de marzo y abril de 1982, en repudio contra la dictadura y luego apoyando la reconquista de nuestro territorio, respectivamente. Pero esta aparente contradicción es precisamente el tipo de paradoja ante la cual las élites intelectuales progresistas suelen quedar desconcertadas, incapaces de reconciliar su marco teórico enciclopedista con la complejidad del suceso histórico. Por eso afirman que el pueblo se equivocó. ¡La pucha!
Lo cierto es que en el minusvalidante relato impuesto, Malvinas es reducida a un episodio irracional de la dictadura, deshistorizada y desvinculada de su verdadero contexto y, producto de ello, emerge la imposibilidad de la valoración correcta respecto de los intereses geopolíticos concretos de las potencias occidentales que justifican su presencia en nuestro Atlántico Sur, y la identificación de sus antecedentes en la línea histórica para completar el cuadro, como las invasiones inglesas de 1806 y 1807 o la ocupación ilegítima británica de 1833. Vale decir, en su real dimensión, Malvinas es un eslabón más en la continuidad histórica de la lucha por la independencia y, en términos subjetivos, un hecho irreductible en nuestra identidad nacional que proporciona al pueblo con todo su vigor, la autoestima necesaria para la forja de la convicción suficiente para autodeterminarse. Pero esto no se ha comprendido de manera clara e integral y, evidentemente, la falta de brújula que permite situarnos en tiempo y forma, disminuyó el potencial político que necesita ser antecedido por un diagnóstico racional.
El 2 de abril de 1982, por primera vez en décadas, el país dejó de mendigar y tomó la historia en sus propias manos. Y esa cruzada contra la OTAN, no resultó gratis.
Terminada la guerra, el imperialismo no castigó a la dictadura, castigó a la Nación. La derrota de Malvinas inauguró para la Argentina un estado democrático formal como dispositivo sutil y eficaz de sujeción colonial en su despliegue multidimensional: en lo historiográfico, en lo político, en lo económico, jurídico y normativo, en lo geográfico y en lo cultural. La división, el mareo y la desorientación ideológica del conjunto, es su resultado.
Pregunta: ¿Dónde se encuentra el centro geográfico de la Argentina?. Una inmensa mayoría encuestada dirá: “cerca del Cucú, en Villa Carlos Paz”.
La estafa del Estado democrático.
Nuestra política no puede reducirse a disputas institucionales vacías ni a la simple conservación de un andamiaje democrático desprovisto de contenido real. Una democracia puramente formal basada en el sostenimiento de estructuras que no representan la voluntad popular, es apenas una fachada de legitimidad que sirve para perpetuar el poder de quienes controlan el sistema desde las sombras. La verdadera democracia no se agota en la rosca del parlamento, en una justicia domesticada o en la “libertad de prensa”, sino que reside en el ejercicio efectivo del poder por parte del pueblo. La democracia real es el ejercicio del poder por las mayorías populares, no un simple ritual electoral que legitima el saqueo del país con la naturalización de la alternancia. En síntesis, 50% de pobreza institucionalizada en el país desde el retorno de la democracia hasta hoy. Y la verdad es que el peronismo encuentra su razón vital en el Estado soberano, con industria pesada, astilleros y flota mercante propia, fabricaciones militares, orientación del crédito para el desarrollo nacional, FFAA en alianza con el pueblo, sindicatos, obra pública, etc. Todo lo que se viene destruyendo sistemáticamente con el tiempo. Ahh, pero que instituciones tenemos!
La dictadura y sus enseñanzas.
Nos enseñaron que la dictadura fue obra de los milicos, pero ¿quién la financió? ¿Quién redactó sus leyes económicas, que siguen vigentes hasta hoy? ¿Quiénes se quedaron con el país mientras el pueblo era perseguido, torturado y desaparecido?. No fueron los Videla ni los Massera los que saquearon la Argentina- inteligencia militar son términos contradictorios cuando la formación castrense es cipaya y antinacional- sino los mismos apellidos de los civiles que incluso nos gobiernan, disfrazados de republicanos. Decimos con esto que la dictadura de 1976 no fue un golpe del “partido militar”, sino la ofensiva definitiva de la histórica oligarquía para aniquilar el Estado peronista, desarticular la organización obrera, diezmar a una generación a fuerza de terror e imponer un nuevo modelo de acumulación basado en la valorización financiera y la extranjerización de la economía. Recuperar en el tiempo lo que Perón en parte les arrebató; una vil reacción al 17 de octubre de 1945, que nos desliza en el tiempo hacia el bombardeo de 1955 como antecedente para entender lo que nos pasó.
Con el retorno de la democracia, muchos de los responsables militares del genocidio fueron juzgados, pero los verdaderos artífices del plan de devastación –integrantes de los directorios de las grandes corporaciones nacionales y extranjeras como TECHINT, ACINDAR, CLARÍN, BUNGE & BORN, INGENIO LEDESMA y MERCEDES BENZ– quedaron impunes, o peor aún, ocuparon la presidencia de la Nación o la consideraron un “puesto menor”.
Con la caída de la dictadura, Alfonsín, lejos de reconstituir una estructura militar nacional ante la posibilidad que emergió de la experiencia misma de la guerra- y si, Radical- prefirió apoyarse en el viejo ejército liberal del 55, asegurando la continuidad del modelo de subordinación y permitiendo que los verdaderos beneficiarios del golpe del 76 siguieran dominando la escena. Geopolíticamente, la desmalvinización fue una estrategia deliberada con un propósito económico y político claro: integrar a la Argentina en la arquitectura del nuevo orden global del capitalismo financiero encabezada por el presidente norteamericano Ronald Reagan y la Primer Ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher, que surgió tras la caída de la URSS. Su mensaje es inequívoco: la resistencia está prohibida, la subordinación es el único camino y cualquier intento de autodeterminación y desafío al orden global será castigado.
Fue recién con Néstor Kirchner que se empezó a desmontar el andamiaje simbólico de la dictadura, bajando los cuadros de los genocidas y promoviendo juicios e imputaciones que revelaron la complicidad civil en el terrorismo de Estado, por caso, la pugna con CLARÍN, Magnetto y el tema de Papel Prensa. Sin embargo, el kirchnerismo careció de un programa integral, de visión y de voluntad política que se propusiera arrancar de raíz el poder de los grupos económicos que fueron el núcleo organizador del golpe.
Sin prejuicios ni limitaciones. La construcción de un verdadero proyecto nacional en esta Argentina exige dos premisas fundamentales como pilares de su sustentación: la recuperación de unas Fuerzas Armadas con doctrina nacional y el enfrentamiento directo contra la oligarquía; asumir que no somos “distintos” o “rivales políticos” en términos republicanos, sino que estamos en guerra con ellos, ya que no podemos convivir ni se los puede domesticar. Al no avanzar en esta dirección, y más allá de un puñado de importantes medidas nacionales que disputaron terreno a los agentes de la usura local e internacional (Fondos Buitres, AFJPs, YPF, Aerolíneas Argentinas, trenes, etc), los Kirchner dejaron intacta la estructura de poder, por caso, la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz, que era civil.
En términos históricos, el gran obstáculo para la construcción de un Estado Nación soberano en la Argentina, nace de la fibra de la miserabilidad humana de los sin patria, que ha sido, desde siempre, el desprecio de las clases dominantes hacia el pueblo. Esa élite portuaria nunca quiso gobernar al conjunto ni a toda la extensión del país, sino administrar la dependencia con la lógica rentista del siglo XIX. Más acá en el tiempo, sus hijos y sus nietos, de Alsogaray a Milei, pasando por Martínez de Hoz, Cavallo, Macri y Caputo, se suceden figuras que expresan la misma matriz antinacional: la negativa a construir un proyecto propio y el empeño en someter al país a intereses ajenos. Milei, en este recorrido, no es una anomalía sino su consecuencia lógica extrema, un personaje grotesco que representa el fracaso histórico de una clase dirigente incapaz de estar a la altura de la potencia de una Nación que desprecian pero que pretenden dominar. La obscena impunidad que los envuelve los ha vuelto elementales. Y si no los detenemos, no es joda, nos hará bullying el Mago sin dientes.
Lo cierto es que los vencedores de Malvinas y los responsables del golpe del 76 están nuevamente en el poder, tal vez nunca se fueron, encarnados en figuras como Javier Milei, que rinde culto a los íconos más nefastos del colonialismo británico, como Margaret Thatcher.
La tragedia de la Argentina es que aquellos que entregaron la Nación y nos impusieron la dictadura económica, no sólo no fueron derrotados, sino que siguen gobernando y dominando los resortes de poder. Esto no está del todo esclarecido en las pancartas del 24 de marzo.
Hoy, el mismo modelo que se impuso con las botas en 1976 se presenta con la estética del mercado, el individualismo y la libertad. Y, aunque muchos en nuestras filas ahora les digan Fascistas, en realidad son los liberales con la conducta cruel, antinacional y mezquina de siempre. Este gobierno no es más que el regreso de la oligarquía en su versión más burda y agresiva. Ya no necesitan intermediarios, ya no precisan generales que hagan el trabajo sucio ni tanques en las calles, ¿para qué?, si es más efectivo y barato dividir como posibilidad al alcance de la mano, ante la evidencia del bajísimo nivel de anticuerpos del peronismo. Ahora han logrado que el pueblo vote por su propia miseria, que los trabajadores defiendan a sus explotadores y que los argentinos aplaudan la venta de su propio país. Y esto mismo nos ofrece la dimensión justa del avance de la colonización pedagógica de la posguerra y del repliegue identitario del peronismo en el marco de este Estado democrático.
La Argentina está llegando a su última encrucijada: o se organiza para recuperar su destino, o se convierte en un territorio vacío, sin Nación, sin pueblo y sin futuro, en apenas un lugar.
Estamos en la era de la muerte de las categorías políticas. Desde el retorno de la democracia, el dilema ha sido planteado falsamente entre “democracia o dictadura”, cuando en realidad, la verdadera disyuntiva es entre soberanía o dependencia. El falso dilema y la incomprensión nos ha llevado a consignas vacías como “El amor vence al odio”, o “La Patria es el otro”, desorientando el planteo de la lucha para las nuevas generaciones de militantes trazado en un plano horizontal entre derechas e izquierdas; mientras que en la consigna “Patria sí, colonia no”, por caso, se encierra todo el drama histórico nacional, que sigue inconmovible, verticalizando la pugna entre lo nacional y lo antinacional, pueblo, anti pueblo, como es y debe ser.
En cuanto a la dirigencia política, el problema no es solo lo que pasó, sino lo que sigue pasando. Porque lo que está roto y fragmentado no es solo el espacio político, sino la propia conciencia de lo ocurrido. No hay un diagnóstico unificado sobre por qué se perdió, ni sobre lo que se hizo mal en todo este tiempo, ni sobre lo que se debe hacer para recuperar el rumbo, nadie se asume como parte del problema pero todos quieren ser parte de la solución. Sin conducción, la oposición no será más que una fuerza testimonial, atrapada en la nostalgia de lo que pudo ser y en la impotencia de lo que no supo construir. Y en política, la nostalgia no suma, la impotencia no convoca y la indefinición solo allana el camino a quienes sí tienen un proyecto claro, aunque sea para destruirlo todo.
No permitamos enterrar a Perón como los radicales enterraron a Yrigoyen. No permitamos que Menem sea definitivamente nuestro Alvear. A diferencia del radicalismo, el peronismo aún conserva —dada la potencia y la vigencia del legado del General de la Patria, Juan Domingo Perón— la capacidad de representar al pueblo, pero atraviesa una crisis de identidad profunda. Mientras el oficialismo impone un discurso claro, aunque violento y regresivo, la oposición peronista sigue dispersa, sin conducción ni narrativa que convoque. No se trata solo de reorganizar estructuras, sino de recuperar una idea-fuerza que le devuelva sentido y dirección. El peronismo puede resignarse a ser un administrador dócil del orden vigente o reconstruirse como una fuerza soberana con un programa nacional de liberación nacional, volviendo a Perón. La buena noticia es que ese trabajo depende de nosotros.
El tiempo de la indefinición se acabó.
- Gustavo Matías Terzaga es Presidente de la Comisión de Desarrollo Cultural e Histórico ARTURO JAURETCHE de la Ciudad de Río Cuarto, Cba.